Cuando se tomó la decisión de incorporar a Ejército y Marina en la lucha contra el crimen organizado hace más de dos décadas, el gobierno federal lo anunció como una situación temporal en lo que se fortalecía la Policía Federal. Cuando esta estrategia encontró sus limitaciones, no obstante la cuantía de recursos invertidos, se optó entonces por el esquema del Mando Único estatal.

Este esquema surgió en la administración de Felipe Calderón, frente a la incapacidad de las policías municipales de hacer frente a las amenazas del crimen organizado. La figura del Mando Único estatal de policía asigna la responsabilidad de la seguridad municipal a las autoridades estatales. La administración de Peña Nieto mantuvo la figura que reafirmó después de la crisis de Iguala con una ley que faculta a las autoridades federales a tomar el mando municipal cuando existe una situación de crisis.

Debido a que la figura del Mando Único estatal contraviene las atribuciones del municipio libre —Art. 115 constitucional—, se presentó como un esquema de carácter temporal que debía surgir de un acuerdo entre autoridades estatales y municipales. En principio más del 60% de los municipios del país se han acogido a esta figura.

Difícil decir si este esquema —sui generis si lo comparamos con el de la mayoría de los países exitosos en el tema que privilegian las policías locales— puede ser la solución en el mediano y largo plazos para México. En octubre de 2015, dos jóvenes encuestadores fueron linchados y sus cuerpos quemados por una multitud enardecida en Ajalpan, Puebla. La policía estatal llegó cuando la hoguera se extinguía. El día 2 de enero fue asesinada Gisela Mota, de 33 años, alcaldesa de Temixco, Morelos. Llevaba apenas 24 horas en el cargo. El 3 de enero Cuauhtémoc Blanco (PSD), actual alcalde de Cuernavaca, manifestó su franco desacuerdo con el Mando Único estatal. Se estima que entre 2006 y 2014 han sido asesinados 78 alcaldes o ex alcaldes por el crimen organizado.

Los avances del actual gobierno federal en materia de seguridad no son muy alentadores. En sus inicios surgió la figura de la Gendarmería como una nueva solución. Esta opción se diluyó en su instrumentación. Frente a la crisis en Iguala, en la que se mezclaron la política, el crimen organizado y los crímenes de lesa humanidad, en diciembre de 2014 Peña Nieto envió al Congreso una iniciativa de reforma para crear policías estatales “más confiables, profesionales y eficaces” que sustituyan a “más de mil 800 policías municipales débiles”.

Todo parece indicar que la urgencia política de los gobiernos federales por encontrar salidas al problema de la seguridad ha llevado a soluciones temporales o inmediatistas, que amainen el temporal político provocado por la inseguridad, pero que no necesariamente contribuyen a la construcción de condiciones de seguridad para el mediano y largo plazos.

Mantener la visión de que una vez neutralizado el crimen organizado desaparecerán las condiciones de inseguridad en este país es una quimera. Es tanto como pensar que una vez en la cárcel los principales funcionarios corruptos, se acabaría la corrupción. Perseguir el delito es importante, pero crear las condiciones para que no se repita es mucho más trascendente en la construcción de esquemas sólidos de seguridad.

Del decálogo de seguridad no se ha vuelto a hablar. La Gendarmería Nacional quedó como un apéndice de la Policía Federal y, la politización del tema de la seguridad persiste. Difícil entender la decisión presidencial de colocar en la Subsecretaría de Prevención del Delito a un actor político que, a los tres meses de asumir el cargo, debió renunciar por denuncias formales de corrupción electoral. Es claro que las políticas de seguridad resultan ineficaces cuando en su formulación pesa más la política que la seguridad.

Director de Grupo Coppan SC

lherrera@ coppan.com

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