Más allá de la calidad de los gobiernos democráticos, dicen los que saben que la democracia, para ser creíble, debe cumplir dos precondiciones: incertidumbre en resultados y alternancia en el poder. Cuando una persona o grupo dominan o controlan el poder del Estado indefinidamente, resulta difícil hablar de democracia.

La democracia venezolana se extravió cuando el presidente Chávez, que se inauguró como presidente en 1998, en 2006 encontró el camino para ser reelecto en forma indefinida. Y ahí se mantuvo en el poder hasta su muerte en 2013. Con él se acabó la alternancia y la incertidumbre respecto de quién sería el próximo gobierno. Para mantener las formas mantuvo las instituciones democráticas, pero cuando estas son controladas y dirigidas desde el gobierno, terminan por perder su esencia democrática y el resultado no es muy distinto de lo que sucede en los gobiernos monárquicos o autocráticos.

En el siglo XVIII el poder absolutista de la monarquía francesa engendró una revolución que culminó en una forma democrática de gobierno, que con sus asegunes fueron adoptando la mayor parte de las naciones que hoy llamamos, sin eufemismos, las más desarrolladas. El desarrollo económico y social ha coincidido con la consolidación y evolución de sus instituciones democráticas. El extravío de la democracia venezolana sucedió en el siglo XXI.

Durante muchos siglos los monarcas justificaron su mando único como un mandato divino. En el siglo XX, los autócratas lo justificaron con ordenanzas ideológicas, que en el siglo XXI es difícil sostener. La sociedad globalizada piensa más en identidades que en ideologías y buscan sistemas que promuevan el bien común pero con suficiente espacio para el ejercicio de las iniciativas y libertades individuales.

La Venezuela de Hugo Chávez, y después la de Maduro y Cabello, —aunque con mucho menos pericia que la de su antecesor—, se ha sostenido en un proyecto ideológico que, en la visión de quienes lo defienden, justifica el control de los órganos democráticos del Estado, el manejo de la economía y la limitación del ejercicio de las libertades individuales, desde comprar divisas y viajar al extranjero, hasta organizarse para competir por el poder político. En boca de sus dueños, el ideal bolivariano justifica controlar todos los aspectos de la vida nacional.

El 6 de diciembre habrá de nuevo elecciones parlamentarias en Venezuela. Desde 1998 el oficialismo de Chávez ha logrado mantener el poder suficiente para controlar el Estado. Los venezolanos han sido pacientes, por llamarlo de alguna forma. Y persistentes en buscar el cambio por la vía democrática, a pesar de que el oficialismo lleva más de tres lustros jugando a la democracia con los dados cargados.

Todos los pronósticos apuntan a una victoria de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) que aglutina a 25 organizaciones, entre partidos y movimientos políticos. En 2010 lograron 71 de los 165 escaños. Ahora se espera que pudiera lograr mayoría y con ello allanar el camino para un cambio de régimen. Después habrá que sanear las instituciones democráticas, reinventar la economía y superar la polarización política y social generada en casi dos décadas de chavismo.

Este diciembre sabremos si el régimen de Maduro está dispuesto a perder con sus propias reglas o a cargar aún más los dados para mantenerse en el poder sobre su democracia ficticia. Hacia afuera las cosas no están mejor. Sus apoyos tradicionales, en particular Cuba, pero también Argentina y Brasil, pasan por procesos que harían difícil dar un aval político en caso de fraude electoral. Difícil decir si resulta más fácil construir una nueva democracia, que rescatar la democracia extraviada de Venezuela.

Director de Grupo Coppan.
lherrera@ coppan.com

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