Luis Herrera-Lasso

Democracias inconclusas

Sobran políticos que piensan que es posible construir una sociedad distinta sin reducir la pobreza y desigualdad

21/08/2015 |01:11
Redacción El Universal
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Cientos de miles de brasileños se manifestaron el pasado fin de semana en 205 ciudades del Brasil. Piden la dimisión de la presidenta Dilma Rousseff. Los escándalos de corrupción y la recesión económica son las causas del malestar. Según encuestas, más del 70% de los entrevistados desaprueban la gestión de la presidenta. No se le acusa de ningún caso específico de corrupción, pero se le considera responsable, directa o indirectamente, de la situación actual. Cierto, Dilma Rousseff fue varios años presidenta del Consejo de Administración de la empresa Petrobras, de nuevo en los reflectores por el caso Lava Jato, el último escándalo de corrupción.

Se dice que la corrupción es un mal endémico de las sociedades de América Latina, que es una herencia española e incluso prehispánica. En esta perspectiva, resulta casi una fatalidad a la que hay que acomodarse más que pretender cambiar. Pero al final la corrupción es como la mugre que se guarda debajo del tapete: todo parece estar bien y en orden hasta que a alguien se le ocurre sacudirlo.

Tres hechos llaman la atención del caso brasileño. El primero, que desde 1985, cuando se restaura la democracia, los escándalos de corrupción en el gobierno han sido recurrentes. Segundo, que existen segmentos crecientes de la población convencidos de que este es un mal mayor y que acomodarse ya no es una opción. Tercero, el surgimiento de un Poder Judicial independiente que toma cartas en el asunto, en este caso el juez Sergio Moro, que hace honor a la división de poderes. Sin embargo, lo más significativo en el imaginario colectivo es la vinculación entre la corrupción, de la que se responsabiliza a los gobiernos y, la precaria situación económica y social de las mayorías.

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En todos los países de América Latina existen los políticos profesionales, una especie de la modernidad a la que los pueblos sostienen económicamente para su llegada al poder, su permanencia y su retiro. Pero el poder político no se ha conformado con ello. En la mejor tradición autocrática —venga de donde venga—, se atribuyen también la función de administrar las fuentes de generación de renta y, por ende, la distribución de los recursos públicos, los beneficios del crecimiento económico y de la acumulación de riqueza. Y nuestras sociedades siguen siendo de las más desiguales: Brasil, México y Chile siguen de punteros.

Por un lado, sobran los políticos que piensan que es posible construir una sociedad distinta sin ser prioridad del Estado la reducción de la pobreza y la desigualdad. Por otro, estos mismos políticos consideran que la democracia se acota a llegar al poder con procesos electorales más o menos aseados y que la modernidad consiste en sofisticados sistemas para pagar impuestos o en autopistas multimillonarias de peaje para un reducido segmento de la población, aunque el 52% viva en situación de pobreza, la economía sea mayoritariamente informal y la marca país sea la violencia.

El problema con las enfermedades asintomáticas es que pueden hacer crisis de la noche a la mañana. En estos casos, las crisis son silentes, hasta que se manifiestan. Jamás imaginó Porfirio Díaz, en septiembre de 1910, cuando celebraba con bombo y platillo su cumpleaños 80 y el centenario de la patria, que dos meses después estallaría en sus narices la primera revolución social del siglo XX. Y no vayamos tan lejos, Carlos Salinas, en 1993, en su quinto año de gobierno, cuando todo parecía miel sobre hojuelas, tampoco imaginó que su sexto año sería de debacle política y económica para el país y para su gestión como presidente.

Mientras no vayamos al fondo de nuestros problemas, nuestra democracia seguirá inconclusa, nuestra fortaleza democrática seguirá siendo un proyecto y las crisis silentes podrán estallar en cualquier momento.

Director de Grupo Coppan SC.
lherrera@ coppan.com