En Nueva York le sirvieron a López Obrador su sopa de pejelagarto. Mientras pronunciaba un discurso en la iglesia Nuestra Señora de Guadalupe en Manhattan, un grupo de manifestantes alzó pancartas y a gritos lo acusaron de no hacer nada contra los responsables de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Mostraron comprometedoras fotografías que exhiben a quién se autonombra ejemplo de pureza política, en fraternal abrazo con el ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca y otras con el siniestro ex gobernador de Guerrero Ángel Aguirre, ambos personajes de alguna manera involucrados en esa tragedia y no ajenos al crimen organizado.

Hubo más, los airados migrantes de la Gran Manzana también lo increparon por su incongruencia por haber contratado como consultor de seguridad, cuando era jefe de Gobierno del desaparecido DF, al hoy asesor de Trump, el ex alcalde neoyorkino Rudolph Giuliani.

En el guadalupano recinto se organizó una batahola y el vendedor de honestidad valiente optó por suspender el acto, salir por piernas del local y abordar apresuradamente su transporte, hasta donde lo persiguió uno de los padres de los chicos sacrificados. La escena publicada por EL UNIVERSAL (14.03.17) capta el momento con el tabasqueño iracundo y el rostro descompuesto.

Hábil para victimizarse, Andrés Manuel seguramente considerará estas interpelaciones como una provocación, urdida por la mafia del poder cuyos tentáculos lo alcanzaron hasta la Urbe de Hierro; se dolerá de un golpe calumnioso. Sugerir que él es un corrupto, igual a sus amigos guerrerenses e imputarle indolencia ante el drama de las familias que perdieron a sus hijos en la hecatombe infernal de Iguala, debe sentirlo como una intriga infamante.

Lo mismo debe pensar sobre la exhumación de esa historia de hace tres lustros sobre la contratación de Giuliani, de la que pocos tienen memoria porque el exitoso programa neoyorkino de “cero tolerancia” a la delincuencia, en el gobierno chilango lopezobradorista fue de cero eficacia. De suerte que restregárselo en la cara, ahora que araña las puertas del Palacio Nacional donde desea vivir a partir de 2018, de plano si es de mala leche.

AMLO hace lo mismo todos los días en mítines, en sus spots y en las redes sociales. Es un calumniador consuetudinario, no hay discurso en el que no lance rayos y centellas ultrajantes a diestra y siniestra, sobre las personas e instituciones que no son de su claque. Miente y dirige acusaciones con el mayor desparpajo envuelto en una impoluta túnica de virginidad política. Predica amor y decreta anticipados indultos a quienes, a su buen saber y entender, con la misma lógica que le aplicaron en Nueva York, desde ahora ya tiene sentenciados a la guillotina.

“No hagas a otros lo que no quieras para ti”, reza un consejo de la sabiduría antigua, transmitido de generación en generación por la cultura judeo-cristiana. Haría bien López Obrador incorporándolo a sus normas de conducta. No se puede andar durante más de 20 años, de plaza en plaza, sembrando infundios sin que otros aprendan esa manera de proceder y luego se la administren al maestro: calumniador calumniado es el nombre de este boomerang perverso que denigra la política.

Resulta incongruente un programa de regeneración y renacimiento de México si la catadura moral de su abanderado se manifiesta en su tendencia a ultrajar al adversario y en la permanente propagación de embustes.

Faltan meses para que inicie la campaña presidencial y muchas cosas están aún por definirse; López Obrador está a tiempo de rectificar su conducta. La lección que recibió el lunes en Nueva York lo obliga. ¿Podrá? Dicen que mono viejo no aprende maroma nueva. Lo veremos.

Analista político

@L_F_BravoMena

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