La creación de la Secretaría de Cultura crea la oportunidad para que la sociedad mexicana discuta sobre las políticas culturales del Estado mexicano. Nos debemos ese debate. La transición democrática, lograda mediante reformas escalonadas a las normas electorales no se ocupó del tema, tampoco generó espacio para crear nuevas actitudes y costumbres cívicas sobre las que debió cimentarse el desmantelamiento del régimen autoritario.

Esa es la razón por la que la democracia mexicana cojea; le faltan demócratas. El clientelismo corporativista, el patrimonialismo feudal en el ejercicio del poder, el presidencialismo vertical y la rampante corrupción que carcome a las instituciones de la República están intactos. Por eso estamos insatisfechos y desilusionados. Si damos crédito a las mediciones de Latinobarómetro sólo 2 de cada 10 mexicanos tiene aprecio por el actual régimen político.

Con el patrocinio de legisladores del PRD y del PAN, en la Cámara de Senadores recién se presentó una iniciativa de Ley General de Cultura, para dotar de marco jurídico a las actividades de la nueva dependencia. Es de destacar que la propuesta se estructuró con un enfoque de derechos humanos y se escapa de la nefasta tendencia, muy arraigada en nuestro medio, de considerar que la cultura la hace el Estado y no los ciudadanos y sus comunidades naturales.

Como toda propuesta inicial, esa pieza legislativa es mejorable pues tiene vacíos que pueden ser colmados durante su estudio y dictamen; uno de ellos, precisamente, es que no contiene ninguna disposición para apoyar a la sociedad en la formación de ciudadanos libres, responsables, solidarios y autónomos. Podría argumentarse, acertadamente, que tal misión le corresponde a la SEP y al INE; sin embargo, que así deba ser de ninguna manera excluye la pertinencia de asignarle a la Secul responsabilidades concurrentes en esa labor. ¿ Puede ser ajena la Secretaria de Cultura a la urgente siembra de cultura democrática en la sociedad mexicana?

La decisión de adelgazar a la SEP para que sea eficiente y eficaz en el logro de su misión sustantiva fue a toda luces correcta. Lo dijo con crudo realismo Aurelio Nuño: se pretende “poner fin a la trampa burocrática” en la que está atrapada la cultura en México; reconoció, la SEP “no tiene tiempo de atenderla” ocupada como está en servir a 34 millones de alumnos, 260 mil escuelas y 2 millones de maestros. Evidentemente la política cultural no podía estar entre sus prioridades, por ello, la suerte de mil 200 museos, 7 mil 400 bibliotecas y 700 teatros amén de otras menudencias quedó en manos de Conaculta, que no tenía “la fuerza política suficiente” para conducir al conjunto de estructuras involucradas en ese ámbito.

Cuando en la Cámara Alta se discutió la reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal para crear la Secul, el senador Bartlett se opuso. En su intervención confesó que Conaculta se creó en diciembre de 1988, en los primeros días del sexenio de Salinas en el que fungió como secretario de Educación, para “tener a los intelectuales”. Dicho en buen romance, para cooptarlos, habida cuenta del déficit de legitimidad de origen con el que se inició aquél gobierno. Ahora, en la oposición, sospecha que la creación de la nueva dependencia tendría las mismas intenciones, a la vista de los números rojos en el balance de legitimidad de ejercicio de Peña Nieto.

No se puede descartar tal hipótesis, pero me inclino por la argumentación de darle a la cultura la atención adecuada mediante una redistribución de funciones. Lo importante ahora es que la nueva secretaría no se envuelva en aires de Arcadia, asediada por una élite succionadora de presupuestos y apoyos oficiales, sin relación alguna con las verdaderas necesidades culturales de la nación mexicana.

Analista Político

@LF_BravoMena

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