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Un dos de febrero de 1848 se firmó el Tratado de Paz, Amistad y Límites entre México y Estados Unidos, conocido como el Tratado de Guadalupe Hidalgo. Habíamos perdido la guerra y más de la mitad del territorio. El cauce del río Bravo fue el nuevo límite y el referente del inicio de la América Latina.
Las lecciones escolares sólo reseñaron el suceso sin profundizar respecto de la población que se quedó allá y de la que buscó seguir siendo mexicana. En la tarea de repatriación jugó un papel muy relevante el entonces ministro de Relaciones Exteriores, Mariano Otero, quien justo nació un día como hoy hace doscientos años.
A Otero le tocó aplicar la ley del 14 de junio de 1848, por la que se estableció un “fondo para la traslación de las familias mexicanas que quisieran emigrar del territorio perdido”. Los interesados, darían aviso al cónsul o agente de la República más cercano.
Se comisionó a tres funcionarios para encargarse del traslado de las familias: uno en la Alta California, otro en Nuevo México y el tercero en Matamoros.
Las familias de Nuevo México pasarían a Chihuahua, las de la orilla izquierda del Bravo a Tamaulipas, Coahuila o Nuevo León, y las de la Alta California a la Baja o a Sonora. Los gobernadores señalarían los terrenos que podrían destinarse al establecimiento de colonias y debían encontrar tierras de labor y pastizales donde los dueños de ganado pudieran venir a establecerse con sus bienes. Se les daba también una cuota para útiles de labranza y semillas para el primer año de su establecimiento. Los emigrantes tendrían derecho preferente en concesiones. A quienes no quisieran dedicarse a la agricultura sino ejercer un arte u oficio, también deberían facilitarles su colocación.
Por virtud del Tratado, Estados Unidos se comprometió a “detener e impedir las incursiones de los indios bárbaros sobre nuestras fronteras”, pero poco tiempo después propusieron indemnizarnos para quedar exonerados de esa obligación de muy difícil cumplimiento.
Entre los pueblos originarios, fueron los kikapú quienes se acogieron de inmediato a los beneficios. Guadalupe Victoria los había dotado de tierras en Texas y, en el nuevo contexto, se les otorgaron 7 mil hectáreas en Coahuila. Desde tiempos de Truman se les permitió migrar para trabajar en los campos de Estados Unidos. Asimismo, los Tohono O’odham (pápagos) quedaron divididos por el nuevo trazo de la frontera pero han mantenido su libre paso entre Arizona y Sonora.
El Diario Siglo XIX, en su editorial del 18 de junio de 1852, da cuenta del difícil ambiente político que se vivía en nuestro país. Así, apunta que el “odio de partido se ha disfrazado con la máscara del sentimiento del honor patrio ultrajado”; que “el territorio de Texas se había perdido por nuestra imprevisión y que no podríamos reconquistarlo jamás” y “que no hubiéramos podido explotar ni en más de un siglo los elementos de riqueza de Nuevo México y de la Alta California”.
Los territorios inhóspitos se convirtieron en imanes de progreso a los que con el tiempo fueron atraídos, de nuevo, muchos mexicanos. En 1948, fueron miles los que se movieron al sur. Después, paulatinamente, volvieron al norte millones que se convirtieron en motores de la economía de Estados Unidos y soporte, con sus remesas, de la economía mexicana.
La relación entre los dos países nunca ha sido sencilla por asimétrica. Hemos pasado de situaciones tensas a menos tensas. El desasosiego que se vive hoy no es producto de la declaración de guerra de un país a otro, sino de la personalidad sui generis del gobernante en turno.
El poder de marcar una frontera no lo tiene Trump, aunque así lo considere; es la creatividad de quienes se mueven en los límites la que puede desdibujarla, deconstruirla y reinventarla.
Directora de Derechos Humanos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación