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En medio del estupor por lo sucedido hace unos días en el Colegio Americano del Noreste en Monterrey, que recordó situaciones vividas en escuelas de Estados Unidos, volvió a la palestra la discusión respecto de qué hacer y qué no se ha hecho.
La última tragedia en el país vecino se había dado en Carolina del Sur el 28 de septiembre del año pasado. La discusión en aquél país termina centrándose en lo fácil que resulta conseguir un arma y portarla con base plenamente constitucional. No se avizoran enmiendas en la era Trump.
La reacción inmediata en México, además del profundo dolor y la molestia por la reproducción del video y el deshumanizado trato del tema en las redes sociales, fue volver a activar un programa que se denominó mochila segura y que tiene su antecedente en la delegación Iztapalapa del DF.
La delegación más poblada de la Ciudad de México, y la que sigue teniendo el índice de pobreza más alto, había detectado, en 2001, 75 focos rojos de violencia en las escuelas. Mayo fue un mes trágico con tres sucesos que involucraron a jóvenes y armas: el 23, un adolescente de 14 años intentó suicidarse en el salón de clase. El 27, otro joven de la misma edad fue herido en la clavícula y el 28 una jovencita fue herida durante una balacera afuera de su secundaria.
Desde entonces, inició la discusión de si el programa violaba derechos humanos. Existe una nota de septiembre de 2002, publicada en este diario, que da cuenta de que el entonces presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal no tenía inconveniente en el operativo “en tanto exista voluntad de los padres de familia y la participación de los alumnos”. El mes anterior, el secretario de Seguridad Pública, Marcelo Ebrard, había referido las peticiones de los padres de familia para que el programa continuara y plasmó su visión de que no debía ser una acción aislada, sino “integral, permanente y a fondo”.
En 2004, se suscitó otro caso en Iztapalapa. Una niña fue alcanzada por el disparo de una pistola que accionó un joven de 13 años. El arma había sido tomada de casa de los abuelos. La madre de la niña pidió hacer conciencia de lo que pasa cuando se guardan armas en casa y solicitó que maestros y directores de escuela “estén al pendiente de lo que traigan los niños en sus mochilas porque esto que le pasó a mi hija puede pasar otra vez”.
Hoy, las posiciones pueden ser identificadas como: 1) Las mochilas no deben revisarse nunca porque se atenta contra la intimidad y, en consecuencia, contra la dignidad de los niños y niñas; 2) deben revisarse siempre porque es más importante la seguridad y la vida que la intimidad y dignidad; 3) Pueden revisarse sólo cuando existen indicios de riesgo y con procedimientos claros.
Del punto 123 del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre Seguridad Ciudadana se desprende que operativos de revisión de bolsos o similares están permitidos siempre que eviten cualquier forma de abuso y trato discriminatorio. Se recomienda que el registro de los objetos se realice preferentemente en privado, teniendo el máximo cuidado de no afectar la dignidad.
Se tienen que poner en la balanza los derechos para ponderar si hay uno superior a tutelar y cómo lograr la armonía.
La discusión no se ha agotado. Además de remarcar la diferencia del interés en un caso si sucede en Monterrey o en Iztapalapa, el incidente nos obliga a revisar no sólo el plano jurídico sino, sobre todo, el deteriorado entorno social. El joven que disparó en Nuevo León vivió todos los años de su corta existencia inmerso en la guerra contra el narco, que emplea y entrena a sicarios de su edad.
El asunto es tan grave y de tal magnitud que las acciones indispensables y urgentes desbordan las mochilas.
Directora de Derechos Humanos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación