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A la par de las conquistas de los derechos políticos, las mujeres europeas comenzaron a incursionar, a principios del siglo XX, en el mundo del deporte. El mismísimo Pierre de Coubertin, no obstante ser pedagogo, se opuso a la participación de las mujeres en las primeras olimpiadas y sugirió que sólo participaran coronando a los campeones.
A pesar de todo, en París 1900 compitieron cerca de 22 mujeres de manera extraoficial. Sobresalieron las francesas Filleaul Brohy y Marie Ohnier en croquet y la tenista británica Charlotte Cooper.
En 1908, de un total de dos mil atletas 36 fueron mujeres. Su participación siguió siendo no oficial. En Estocolmo 1912, las olimpiadas se abrieron a la natación femenina con el triunfo de la australiana Fanni Durack.
Después de la Primera Guerra Mundial, comenzaron a cambiar los esquemas tradicionales respecto a los roles que podían desempeñar las mujeres y esto trascendió a las justas olímpicas.
La remera francesa Alice Milliat organizó, en 1921, los juegos olímpicos femeninos en Montecarlo. Casi paralelamente, en Amberes, se hizo oficial la participación de las mujeres y en Amsterdam 1928, se incorporó el atletismo femenil. El número de mujeres en esa olimpiada rebasó el 10% del total de los atletas. Este porcentaje se duplicaría casi medio siglo después en Montreal 1976.
La holandesa Francina Elsje Blankers Koen fue el asombro de Londres 1948 porque conquistó cuatro títulos en atletismo y además, ¡tenía dos hijos! Recibió el sobrenombre de “el ama de casa voladora” por su velocidad en los 100 metros planos.
Como representantes de nuestro país, Eugenia Escudero y María Uribe fueron las primeras mujeres que participaron en Los Ángeles 1932. A Berlín no asistió ninguna mexicana y después los números fueron 7 en Londres, 3 en Helsinki, 3 en Melbourne, 6 en Roma, 4 en Tokio, hasta el boom de 42 mujeres en México 68, donde además fueron medallistas Pilar Roldán y Maritere Ramírez.
México eligió a una mujer para encender la flama olímpica por primera vez en la historia. Enriqueta Basilio se convirtió en un emblema; sin embargo, al interior de su hogar todavía subsistía la idea de que la mujer que practicaba un deporte perdía feminidad, según se lee en entrevistas recientes.
La primera mujer musulmana participó en Tokio 1964. Con ese mismo ritmo avanzaban los derechos políticos en la región en contraste con el resto del mundo.
En Beijing 2008 y Londres 2012, las mujeres representaron ya el 45% del total de los atletas participantes. Asimismo, en Londres, todas las naciones musulmanas incluyeron al menos a una mujer en sus delegaciones olímpicas y, por primera vez, se aceptó la participación femenil en el boxeo.
En Río subió dos décimas el porcentaje de participación. Estados Unidos se presentó con 292 mujeres y 262 hombres y Australia lo hizo con 212 mujeres y 209 hombres. La tendencia de medallas de esos países era también, en mayor número, de mujeres.
En México, en los últimos tres lustros contamos orgullosamente con Soraya, Ana, Belem, Paola, Tatiana, Iridia, María del Rosario, Aída, Mariana, Laura y Guadalupe, quienes, en su momento, conquistaron la gloria y rompieron atavismos crónicos.
La incorporación de las mujeres es hoy definitiva. Cada una es quien quiso ser y no necesariamente tuvo que encajar en un arquetipo impuesto.
Aunque pareciera que ya no hay espacios vedados para la mujer en el deporte, sí subsisten actitudes que continúan minusvalorando el mérito femenino. Todavía hay quienes insisten en resaltar la belleza — como la mayor cualidad femenina— y no la fortaleza —cualidad aparentemente masculina—.
Aquí, como en otros ámbitos, nada nos fue dado, se ha tenido que ganar palmo a palmo un lugar en la larga lucha por la inclusión y la no discriminación por razones de género.
Directora de Derechos Humanos de la SCJN