La Constitución prohíbe expresamente toda discriminación motivada por el origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquiera otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas.

Los hechos discriminatorios se tuvieron que prohibir desde la norma fundamental porque son una realidad. Hay unas discriminaciones más frecuentes que otras según lo consigna Conapred, pero en las últimas semanas hemos visto cómo, desde las iglesias, se está abiertamente pugnando por el menoscabo de los derechos de las personas homosexuales.

La religión discriminó desde los orígenes a las mujeres. Sus normas no se dirigieron a ellas y sólo aparecen como objeto de uso. En el caso de los indígenas, la discusión sobre si tenían alma se dio en el siglo XVI. La Junta de Burgos se reunió para estudiar su “naturaleza, condición y capacidad”.

Hoy parece que las discriminaciones que buscan mantener son la de género y la de las preferencias sexuales. Ambas se plantean desde el dogma y no desde la razón, considerando lo que quedó escrito hace más de dos mil años.

La sexualidad sigue siendo un tabú de difícil manejo para las iglesias en virtud de que, desde los orígenes, hay reticencias con la desnudez humana porque del llamado fruto prohibido se deriva la culpa, la condena y el pecado. ¿Cómo imaginar una sexualidad heterosexual u homosexual gozosa? La primera, sólo dentro de un sacramento, la segunda, excluida y anulada.

El fomento de la procreación tiene su origen en la instrucción al pueblo perseguido de crecer y multiplicarse. De ahí derivan, entre otras, las prohibiciones de los métodos anticonceptivos y de la interrupción de los embarazos, aun cuando sean producto de una violación.

Las religiones ponen sus reglas para quienes deseen seguirlas, pero las iglesias funcionan en territorios de Estados que pueden ser confesionales, en donde las normas religiosas y las jurídicas están sobrepuestas o de Estados laicos, como el nuestro, donde hay una separación de las competencias. Esta decisión la tomamos como nación hace más de siglo y medio.

Cuando hay ámbitos diferenciados, la iglesia dice lo que es pecado y el Estado lo que es delito. También se establece lo que queda en la esfera de las libertades. Al final las permisiones y prohibiciones pueden coincidir o no.

Sin embargo, entre Iglesia y Estado no hay un plano de igualdad. Al menos en México, la iglesia queda subordinada al Estado. Así, en el 130 constitucional se prohíbe a los ministros de culto oponerse a las leyes del país y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público establece que las Asociaciones deberán “sujetarse a la Constitución y a las leyes que de ella emanen” y expresamente, en el artículo 8º fracción IV las obliga a “propiciar y asegurar el respeto integral de los derechos humanos de las personas”.

Así, independientemente de que al interior de sus congregaciones decidan revisar sus postulados, por razones jurídicas tienen que cumplir con el respeto a los derechos humanos.

Se ha insistido en que la posición actual de las iglesias no es de homofobia, sino que sólo atienden a lo natural. La naturaleza genera seres sexuados con distintas preferencias. Lo normal o anormal no lo determina la propia naturaleza, sino la norma que sirve de parámetro para fijar lo que queda dentro o fuera de lo normado.

Fobia es sinónimo de miedo o temor; pero las iglesias no sólo le tienen miedo o temor a la homosexualidad, sino que están fomentando un incomprensible odio que no puede justificarse aun a partir de su ancestral concepción del eros.

Directora de Derechos Humanos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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