El problema de politizar todo, absolutamente todo, es que incluso lo más delicado y con potencial de afectar los fundamentos de la convivencia (e incluso la seguridad nacional) es siempre relegado a un segundo plano porque lo único que parece importar a nuestras élites políticas es el acceso al poder. No importa que se trate de asuntos con capacidad corrosiva de todos los partidos, lo único que les preocupa es ganar las elecciones, aunque después, una vez instalados en las oficinas, constaten que la capacidad de transformación es casi nula por los compromisos adquiridos en campaña.

El financiamiento de las campañas es el talón de Aquiles de la democracia mexicana. En 1996 se buscó resolver la dependencia del partido oficial del dinero gubernamental. Se extendió un generoso presupuesto público a todos los partidos para que desplegaran sus actividades. En una primera etapa, el dinero público se usó para comprar espacios en los medios. En su frenética carrera, los partidos, candidatos (e incluso gobernantes en funciones) se hipotecaban para tener el favor de la pantalla chica. El amasiato fue tan extraordinariamente repulsivo que los propios partidos decidieron poner en marcha la reforma del 2007 para romper con ese modelo. En una segunda etapa, el dinero público se utilizó para comprar votos de manera directa. Hoy incluso Morena, que va por la vida hablando del frijol con gorgojo, compra votos en Zacatecas y ofrece dinero en Iztapalapa para la Constituyente. Todos hicieron lo primero y todos hacen lo segundo. No ha habido un partido que corte ese vínculo perverso entre la conquista del electorado y el dinero.

Si nos detuviésemos en este nivel de despensas y televisores (fíjense la barbaridad analítica que propongo) una parte del tejido institucional podría preservarse en la medida en que un político (una vez instalado en el poder) podría ejercer su autonomía y tomar decisiones en favor del interés público. El problema es cuando se empieza a depender de otras fuentes de financiamiento que los inmovilizan. La capital es en este caso un espléndido ejemplo. Los partidos se han vendido a los intereses inmobiliarios y buena parte de las obras públicas se han convertido en la fuente de financiamiento de sus actividades y éstas han terminado por capturar a la autoridad que es incapaz de defender el interés público. Su dependencia del dinero desnaturaliza su actividad y les impide ejercer sus cargos con autonomía. Lo peor, sin embargo, ocurre cuando las actividades criminales (que son primas hermanas de los sobornos de las grandes inmobiliarias) se convierten en la fuente más importante para financiar las campañas. No es un tema nuevo en México. Desde por lo menos 1994, el asunto tiene una indudable presencia en algunas regiones del país y la reacción hasta ahora ha sido la de intentar usarla como arma arrojadiza. En otras palabras, el dinero de la actividad criminal sólo lo usan los rivales políticos y nunca llega a los cuarteles propios. La acusación es de una ingenuidad digna de mejor causa y preocupa que los sucesivos gobiernos federales y las autoridades electorales no se hayan tomado en serio el tema.

En estados como Tamaulipas, Guerrero y Michoacán donde las actividades criminales son una buena parte de la economía en algunas regiones, el crimen organizado se ha convertido en parte del paisaje y en consecuencia ha contaminado el sistema económico, el social y por supuesto el político. Una vez capturado el sistema político por los criminales, entramos a la paradoja de Iguala. Los ciudadanos honrados que se resistan al imperio de los criminales no tienen ante quién denunciar porque el gobierno encarna los intereses de los criminales. No hay distinción posible entre la delincuencia y la autoridad. Algo así está ocurriendo en Tamaulipas. En los últimos años, se ha visto cómo su tejido institucional se pervierte ante los ojos (no diré complacientes, pero en modo alguno severos) de las autoridades federales. Si es cierto, como dice el PRI (quitando las triquiñuelas y los photoshop), que el PAN tiene vínculos con el crimen organizado en esa entidad que el propio PRI no ha dejado de gobernar en toda la historia, uno se pregunta dónde están los aparatos de seguridad de este país que permiten que un territorio completo y todo su sistema de representación sea engullido por despiadados criminales. Al formular la acusación del PRI está poniendo en evidencia al gobierno de la República que parece dosificar con criterios partidistas el manejo de la agenda de riesgos. ¿Qué puede ser más peligroso para la seguridad de este país que su sistema político quede penetrado por intereses económicos y peor aún por intereses criminales? Y, sin embargo, la respuesta es nuevamente partidizar los problemas, pues lo único que (les) importa es ganar, aunque cada vez sea más obvio que las oficinas gubernamentales carecen de la fuerza y la autoridad para transformar la realidad del país, pues están vendidas a los intereses que las financiaron.

Analista político.
@leonardocurzio

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