Debemos a Margaret MacMillan uno de los libros más notables de los últimos años (1914. De la paz a la guerra) en el que, entre otras cosas, explica que es absurdo pretender que las catástrofes (en este caso la guerra mundial) son inevitables. Siempre hay decisiones individuales que empujan al desastre por acción u omisión. La apuesta por derrotar al rival, a costa de lo que sea, puede ser comprensible al calor de la polémica, pero apostar a arrasarlo todo es, en última instancia, un juego ruinoso incluso para el ganador, que recibe miserias como botín de guerra. Salvando las diferencias y sin pretender que vamos a un conflicto similar, me parece identificar un paralelo. Todos los actores parecen ensimismados en sus estrategias que maximizan sus intereses de corto plazo y relegan el hecho de que doblegar a un contrincante político lo justifica todo.

No soy ingenuo y por tanto no creo que ni un gobierno deba ser homogéneo y disciplinado (la grilla y los intereses personales pesan y mucho) o que un partido político deba siempre actuar con la, llamémosla así, “responsabilidad de Estado”. Sin embargo, creo que un gobierno tiene un compromiso ante el país y no todo debe plegarse al cálculo electoral y un partido con vocación de gobierno debe tener claro que no se puede ganar a costa de lo que sea, o mejor dicho, sí se puede, pero hacerlo de esa manera resulta contraproducente para el país e hipoteca sus posibilidades de tener un buen desempeño. Es muy difícil crear prosperidad en una economía devastada o mejorar un sistema educativo dominado por burocracias facciosas. En otras palabras, el interés propio de todo partido (que es llegar al poder) no puede prescindir de los instrumentos básicos del gobierno y de los equilibrios macroeconómicos que le faciliten la acción gubernamental en un tiempo breve. A menos, claro está, que se quiera convertir en un gobierno de reconstrucción nacional, ese mal tan latinoamericano que consiste en suponer que todo cambio de gobierno es una refundación. Más allá de la retórica, es falso que todo pueda reconstruirse simplemente porque un nuevo partido asume el poder, lo que ahora se destruya será una carencia al momento de ejercer la acción de gobierno. Los que ahora están en la minoría, mañana pueden ser mayoría y por tanto, mientras mejor calidad tenga el aparato gubernamental, mejor será el probable desempeño de un gobierno… y viceversa.

No me alienta ver como ante la grave crisis de un sistema educativo que es incapaz de ofrecer una educación de calidad, los comportamientos de los principales actores se orienten más por el cálculo electorero que por la defensa de una educación pública de calidad. En el gobierno las pugnas entre los diferentes aspirantes han venido moviendo la tabla de prioridades; hoy garantizar un mínimo de gobernabilidad se presenta como un tema más apremiante que mejorar el desempeño. Un gobierno en combate (por la lucha sucesoria) y contra las cuerdas por la presión social, no atiende lo importante, sino lo inmediato y por tanto la promesa para los más desfavorecidos (las clases medias y altas tienen muchas salidas alternas) de dar una educación que reduzca las desigualdades se manda a las calendas griegas.

Mientras tanto el PRI parece más preocupado por contar (o censar) el número de corruptos que hay en sus filas (como si determinar un porcentaje importara) que en defender su propia reforma. Y la variopinta oposición no acierta a hilar una postura que combine la crítica al gobierno con una defensa de un modelo de educación pública de calidad. Una escuela de calidad no es de derecha o de izquierda, es una institución que permite la movilidad social y el progreso. Edificar instituciones públicas eficaces debería ser, en este contexto, motivo de una convergencia mínima entre los actores. Que al gobierno le falló el cálculo y la pericia para instrumentar la reforma, ya no lo niegan ni ellos. Los errores de instrumentación y la inversión de prioridades deben ser señalados y corregidos, pero no podemos perder de vista que México es un país de reprobados y una fábrica de pobres. Que no digan más mentiras, solo una educación de calidad puede cambiar la vida de la gente.

Apostar por dejar el control educativo a un poder fáctico, porque eso hunde más al gobierno, es un cálculo lógico desde una perspectiva electorera, pero es ruinoso para el conjunto y lo será para el próximo gobierno. AMLO, que se ha dedicado a apoyar a los maestros inconformes, podría preguntarle a Felipe Calderón (me encantaría presenciar el diálogo) si venderle el alma al diablo (uno lo hizo a Elba Esther Gordillo y el otro a la CNTE) es, a final de cuentas, un buen negocio, o bien todo lo que pagas para llegar al poder se convierte en lastre a la hora de gobernar.

Analista político.

@leonardocurzio

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