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Siendo niños nos entusiasmaba llegar los fines de semana a ver, en blanco y negro, los partidos de fútbol porque asumíamos que quienes jugaban, lo hacían con profundo orgullo de vestir la casaca de su equipo.
Siendo adolescentes teníamos la expectativa de que así como en las canchas, en los foros públicos y en las tareas políticas, los actores sentirían una responsabilidad equivalente. Aunque en realidad mayor, porque su desempeño era diario y deberían sentir plena convicción de cumplir sus promesas.
Seguimos creciendo y empezamos a notar que esos ideales y expectativas no estaban presentes en la vida diaria. Aún y cuando los medios filtraban las noticias, y la diversidad de opiniones no existía, fue imposible ocultar el progresivo nivel de abusos y flujos que terminaban en familias de servidores públicos que de repente eran grandes empresarios o parte de grupos con riqueza repentina y abundante.
Lamentablemente lo que parecía una cuestión aislada fue convirtiéndose en una constante. La falta de congruencia al respetar la investidura propia de los cargos que ocupaban destrozó los ideales que nos animaban en la infancia al ver a jugadores en los estadios.
Ahora somos adultos y vemos que el panorama público se siguió deteriorando con un enorme factor catalizador, la impunidad. En una sociedad en la que las infracciones a la ley no tienen consecuencias y las sanciones son un adorno que sólo figura para quienes osan retar a los líderes políticos, la descomposición ha llegado a magnitudes preocupantes. La justicia se aplica selectivamente.
Las preguntas se agolpan, qué pasa por la cabeza de nuestros políticos quiénes han decidido despacharse con la cuchara grande. Y si bien los escándalos recientes a nivel estatal acaparan la atención, el problema de fondo es que desde la cúspide de la pirámide no se ha fijado el ejemplo de un comportamiento pleno e íntegro. Las malas conductas cunden y las tendencias se multiplican.
Así llegamos a donde estamos hoy, a un panorama complejo y lleno de incertidumbre. Pero también con la expectativa de que si como sociedad nos lo proponemos, podemos entrar a una fase de recomposición de nuestro futuro. En ese sentido, la implementación eficiente y oportuna del Sistema Nacional Anti-Corrupción parece ser la llave maestra para buscar un mejor destino en que finalmente se pueda decir: “el que la hace, la paga”.
El fenómeno adicional e indispensable es que en el país existan personas que al ingresar al servicio público vean la oportunidad de “portar la camiseta” y sentirse orgullosos de servir a México. No es mucho pedir. Es simplemente saber que no se puede trascender a través del incremento patrimonial ilegítimo, sino del cariño, vocación y capacidad de entregarse por el bien común.
Esa orientación de servicio e integridad debe respirarse y aplicarse con simétrico rigor en el sector privado. La exigencia es para todos y sin excepción alguna. El país está en juego si no asumimos este compromiso de una vez.
Llámenme iluso pero ese ingrediente de honestidad y congruencia es el que nos separa de encontrar un destino viable y promisorio, o seguir hundiéndonos en la corrupción e impunidad que han lesionado la imagen del país dentro y fuera de nuestras fronteras. Por esta razón, la inmediatez con la que actuemos es fundamental para no dejar de aspirar a tener un país de leyes y no de abusos.
Mostremos que sí tenemos las pilas bien puestas para servir a México y desterremos todas las prácticas que lesionan dicho ideal y esencia. Solamente con casos claros de cumplimiento legal se puede aspirar a que tengamos personas que se distingan por el orgullo de servir.
Secretario general de México Unido Contra la Delincuencia