Seguí con atención las marchas del sábado pasado. Por los anuncios y los tonos, supuse que habría algún tipo de violencia. Afortunadamente no fue así. Con menos participación que a la anunciada, los contingentes marcharon, dijeron cosas serias y reiteraron lugares comunes. Salvo la presencia de los autodenominados neonazis, nada hubo de peculiar. Al final, los manifestantes se retiraron, supongo que cada cual a celebrar lo que vieron como su triunfo.

Leyendo las crónicas del fin de semana, volví a encontrar esa forma tan peculiar de argumentar que supone que las cosas y los hechos tienen un modo de ser natural, acabado, cierto y atemporal. Esta forma de concebir al mundo desplaza a los acontecimientos de la historia. Supone, sin posibilidad de crítica, que las cosas son así, siempre han sido así y deberán seguir siendo así. Que ciertas ideas o instituciones no tienen posibilidades de cambio en su determinación, ni en sus aspectos simbólicos o culturales. El problema con esta manera de ver la realidad es que impide incorporarla a la historia, que priva de historicidad a lo que sostiene. Ese suponer se encuentra comúnmente oficializado por dogmas y jerarquías, y termina teniendo el carácter de ortodoxia. Quien quiera ver las cosas como cotidianamente se constituyen o reconfiguran, tendrá que disputar que no hay tales naturalidades, sino sólo modos históricos de configuración. Tendrá que cuestionar a la creencia naturalista y al sistema que la sostiene.

Si alguien preguntara por qué la familia sólo puede o debe constituirse por un padre, una madre y los hijos de ambos, se le respondería que por ser “natural”. A ello correspondería preguntar por los fundamentos de tal naturalidad. Esto tendría que responderse invocando directamente a una voluntad o, indirectamente, al texto o a las enseñanzas provenientes de esa voluntad. El diálogo pronto llegaría a preguntarse por el carácter de la voluntad determinante de lo que, conforme a ella misma, sería “natural”. Quien la admita, reiterará o profundizará en su existencia y valor como resultado de un razonamiento o de una fe; quien la rechace, manifestará que no encuentra cómo demostrarla racionalmente o no siente la presencia de la que el otro habla. Cada uno de los contendientes, que para entonces previsiblemente ya lo serían, puede retirarse dejando al otro en lo que supone es un error, puede seguir discutiendo tanto como pueda, o puede buscar reducir al otro de alguna manera. Individualmente considerada, la última de las posibilidades señaladas es grave; socialmente, es trágica.

Uno de los signos más relevantes de la modernidad es la búsqueda de instituciones para evitar que por visiones contrarias del mundo, las personas y los colectivos queden dominados por otros o se destruyan. Si algunos piensan que las cosas son naturales, es algo que tienen todo el derecho a elegir y a cultivar, exactamente igual que puede hacerlo quien no lo crea así. Lo importante es, entonces, y dada la existencia de ambas posiciones, lo que se hace con su generalizada realización social.

El orden jurídico que nos rige no es una tabla rasa en la que cualquier cosa pueda escribirse. La laicidad implica que ciertas cosas no pueden establecerse en las normas jurídicas. Cuando se incorporó en el texto constitucional que el nuestro es un Estado laico, no sólo se reiteró la prohibición a las autoridades públicas para interferir en el ámbito de las creencias que cada cual quiera adoptar, sino que también se impidió que las creencias religiosas se incorporaran como contenidos jurídicos. El concepto de laicidad constitucional permite que más allá de la libertad de creencias, nada de lo que es propio del ámbito religioso sea indisponible para la democracia. También, que todo aquello que se considere indisponible para los fieles, pueda ser decidido democráticamente. Constitucionalmente hablando, la pretendida naturaleza de las cosas, matrimonio incluido, ha quedado comprendida en la positividad democrática del orden jurídico.

Ministro de la Suprema Corte y Miembro de El Colegio Nacional

@JRCossio

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