Más allá de cuáles sean los resultados de las elecciones de ayer (que no conozco al escribir esto), podemos decir que nuevamente —y quizá en mayor medida que antes— las campañas estuvieron empañadas por múltiples trampas, compra de votos, dinero ilícito debajo de la mesa y retraso al presentar los gastos de campaña. Las elecciones mexicanas se ven empantanadas, pues pese a las múltiples reformas electorales, éstas no terminan por reducir las numerosas infracciones de los partidos. Lo cual contrasta paradójicamente con la voluntad expresada por los partidos de hacer más estricta la ley e imponer castigos más severos a ciertas faltas que han sido consideradas como determinantes en el resultado de comicios pasados. Infringir la ley sistemática y recurrentemente genera como penalidad la pérdida del registro del partido, o bien se sanciona con no registrar en la boleta a candidatos que no presenten en tiempo y forma sus gastos de campañas. También prevé la anulación de los comicios cuando la distancia entre punteros sea menor al 5% de la votación y se puedan acreditar irregularidades suficientes que puedan ser determinantes en el resultado.

Pese a ello, los partidos actúan como si tales leyes no existieran, pues saben que en buena medida son letra muerta. Y es que las autoridades encargadas de aplicar tales reglas, el INE y el Tribunal Electoral, han sido sumamente blandas al aplicar las sanciones previstas por la ley. A los miembros de estas instituciones (o muchos de ellos) no parece gustarles lo que la ley dice; la consideran demasiado severa (lo es porque así lo quisieron los partidos), y por tanto aplican criterios más suaves y complacientes ante las faltas en que incurren los propios partidos. O bien interpretan la ley de tal manera que le quitan el rigor que claramente fue intentado por el legislador. Es frecuente que se diga que de aplicarse las sanciones más severas, se afectan los derechos políticos básicos de los partidos, de sus dirigentes, de sus candidatos o de sus militantes (o incluso, de los votantes). Para salvaguardar tales derechos se permite hacer trampas dentro de cierto umbral (más bien alto). Dicen los magistrados (o muchos de ellos) que relajando la penalización o limitándola a castigos más suaves, se potencian los derechos políticos de los partidos (su derecho a hacer triquiñuelas, suponemos). Ello, a costa del rigor que los legisladores quisieron imprimir en la norma, la cual, sin embargo, dice que para garantizar que partidos y candidatos gocen de sus derechos, deben primero cumplir con los requisitos estipulados en la ley, y en caso contrario esos derechos se pierden. Caso omiso, hacen las autoridades de ese principio elemental.

Con lo cual, se relaja todo el marco normativo y los competidores reciben el claro mensaje de que las infracciones a que se hagan acreedores, en realidad no serán tan graves. Y haciendo los cálculos pragmáticos, en general resulta más conveniente infringir tales normas que apegarse a ellas, pues el castigo será menor a lo que puede ganarse de esa manera (en eso coinciden varios consejeros y magistrados). La explicación de que eso ocurra probablemente se encuentre en dos caras de la misma moneda; o los consejeros y magistrados responden al interés de alguno de los partidos (y sus aliados), bajo cuyo padrinazgo alcanzaron el cargo que ostentan, o bien tienen temor a las represalias de los partidos sancionados que podría implicar su remoción anticipada. Es decir, la falta real de autonomía de los árbitros electorales se traduce en una aplicación floja de la ley, y eso incentiva a los partidos a hacer el mayor número de trampas posible, pues con gran probabilidad saldrán ganando a la postre. No hay que sorprenderse entonces de la ilegalidad con la que se conducen los partidos en las contiendas electorales. Y así continuará en tanto no haya autonomía real de los árbitros, para que tengan la capacidad y los arrestos para aplicar las sanciones previstas por la ley.

Profesor del CIDE

FB: José Antonio Crespo Mendoza

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