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El fatalismo como programa. Regreso a Las políticas del resentimiento (o de la animadversión), el libro comentado aquí el miércoles, ante la recepción de algunos espacios mediáticos a la referencia del presidente Peña Nieto a la fe del pueblo de México en sí mismo, y a su unidad, como factores que habrían concurrido a evitar el desastre nacional que se pronosticaba en todo el mundo con la llegada de Patricia, el más poderoso huracán de la historia del planeta.
Este libro de Jeremy Engels (The politics of resentment) traza una genealogía de la violencia verbal que se ha apoderado de la retórica política de Estados Unidos y de sus costos para la sociedad y el futuro de su democracia. Y es el caso que la retórica que se ha apoderado de un segmento del espectro político mexicano, con sus réplicas en algunos medios y redes sociales, no sólo enrarece la esfera pública, sino que parece haber implantado el fatalismo como programa de acción en una parte del discurso político, y como reflejo condicionado en sus airados replicantes en el espacio digital.
De acuerdo con este programa, todo en el México de Peña Nieto tiene que salir fatalmente mal. Por tanto, la mundialmente valorada gestión preventiva del gobierno violó las expectativas de estas voces. Como lo expresaron algunas de ellas con su característica estridencia, lo que anhelaban era una magna tragedia nacional que a su vez deviniera golpe demoledor al gobierno. Y no faltaron quienes, en lugar de congratularse del saldo blanco del paso del huracán, llegaron al extremo de acusar al gobierno de un complot para exagerar y distraer a la población.
El gran conspirador. Nada importa que la existencia de tal conspiración echaría abajo la previa calificación —por este segmento— de un gobierno ineficaz. Y es que tendría que ser fabulosa la eficacia y el poder de un presidente que se anotara la hazaña de involucrar en un complot así a los más importantes centros meteorológicos del mundo, como el de la NASA, y a los más grandes medios de la globalidad, como el NY Times. Ellos establecieron la magnitud destructiva sin precedentes del fenómeno y el eficiente manejo preventivo del gobierno mexicano, a lo que, por supuesto, agregaron el factor fortuna de que Patricia entrara por una región menos poblada del territorio nacional.
Monsiváis impuso el dicho de que antes se necesitaba valor para criticar al presidente y, al entrar este siglo, que se necesita valor para defenderlo y reconocer sus aciertos. Esta vez han sido más los que han reconocido los aciertos a la vista de la estrategia de comunicación encabezada por el presidente: puntual, contundente y persuasiva. Sus efectos se dieron en los tres órdenes conocidos por este campo de estudio: en la atención a sus mensajes, emitidos con la anticipación y la claridad suficientes para alcanzar a toda la población; en la retención de las advertencias sobre el potencial destructivo del ciclón y, en el más importante de los efectos de la comunicación: en la influencia en los comportamientos de las personas, que en este caso actuaron conforme a las orientaciones preventivas de la autoridad.
Las trampas de las fes. Faltaría el efecto de cohesión y solidaridad que despiertan las amenazas de cualquier tipo en toda comunidad en estado de alerta. Y contra el prestigio adquirido por el fatalismo y la animadversión y con la deshonra de la fe, derivados de las políticas del resentimiento estudiadas por Engels, pareció ir la invocación presidencial a “la fe del pueblo de México”, la “fe en sí mismo”, en la unidad, con su afirmación de que todo ello convocó “a esta fuerza que evitó el desastre”.
Es cierto que el presidente se refirió a los creyentes que organizaron cadenas de oración, como parte de la “energía positiva” generada por las diversas muestras de unidad ante el peligro, como también es cierto que ello generó la furia de los otros creyentes: la fe en el fatalismo y el catastrofismo nacional como programa político y vía de prestigio mediático.
Director general del Fondo de Cultura Económica