Outsiders. Los gobernadores que quieren frenar con requisitos legales el aluvión de candidaturas independientes, parecieran intentar detener un torrente con un cedazo. De allí la corrección política (en todos sentidos) de los cien intelectuales, activistas, diletantes y arrepentidos beneficiarios de partidos (estudiosos admirados, algunos) que suscribieron un desplegado contra esas restricciones.

Pero varios firmantes han llevado la discusión a otros planos: 1) a subrayar la función correctiva al sistema de partidos —y a los partidos mismos— que ejercerían las candidaturas independientes; 2) a la conveniencia de elegir entre los propios firmantes un candidato independiente que gane la Presidencia en 2018; y 3) a diversificar la intención del voto del hartazgo en los partidos, que ahora concentraría el candidato antisistema (López Obrador y su Morena, según Jorge Castañeda).

Respecto del primer plano, si bien la presión de los independientes pudiera subrayar la urgencia de reinventar nuevas formas de inclusión por los sistemas políticos —en crisis de representatividad en todo el mundo— no hay pruebas a la vista de experiencias antipartido que hayan corregido para bien los decadentes sistemas que prometieron renovar. Fujimori y Chávez en Latinoamérica y Berlusconi en Europa son buenos ejemplos de outsiders que impusieron graves regresiones a los países que según ellos iban a revolucionar y/o a purificar.

Las partes. Respecto del segundo plano, de un texto que firmaron personajes de alta escolaridad, más que un reconocimiento rutinario a los partidos como “piezas centrales” de la democracia, se hubiera esperado un repaso somero del sistema moderno de partidos, en el que los partidos son eso: partes, bajo el supuesto de que, en las democracias plurales, no hay quien represente a la sociedad en su totalidad. En contraste, el problema con los movimientos antipartido es que sus gobernantes tienden a plantarse por encima de las parcialidades de las sociedades complejas, con menosprecio de la diversidad de visiones e intereses, y sin contrapesos intra e interpartidos. Ello, sin desestimar los cuestionamientos contra éstos.

Y respecto del tercer plano, no obstante que ni PRI ni PAN ni PRD han escatimado muestras de apoyo al independentismo, la verdad es que independientes y Morena ordeñaron este año sus votos de los tres partidos mayores, que en total perdieron más de 15 puntos. Y nuevos candidatos independientes, antes que competir entre ellos —o con Morena— podrían simplemente drenar más votos de los partidos tradicionales, que son los que están en la mira del descrédito. Además, una vez definido el puntero, el efecto de arrastre (bandwagon effect) vaciaría de votos a los rezagados, quienes pasarían a sumarse al delantero, con lo cual tampoco es seguro que más candidatos independientes tengan el efecto de diversificar la intención del voto del hartazgo en los partidos, que hoy concentraría López Obrador.

De nombres y marcas. La tendencia antipartido que llevó a darles a los partidos nombres diseñados para ocultar su condición de partes, con el camuflaje de símbolos de la totalidad de la nación, parió la mencionada monstruosidad de Berlusconi y su corrupta Forza Italia. Pero las cosas pueden cambiar: Ciudadanos y Podemos, con sus propios referentes suprapartidos, podrían estar logrando oxigenar al bipartidismo PP/PSOE en España.

Y habrá que ver qué pasa con los ‘independientes’ mexicanos, junto a Movimiento Ciudadano y Morena, un nombre, éste, que acaso aluda al histórico símbolo guadalupano y su supremacía ¿espiritual? sobre las partes. Inquietante, también, el nuevo gobernador de Nuevo León, con su marca El Bronco, tras décadas de reformas políticas nacidas precisamente del temor al “México bronco” —áspero, incivil— y del anhelo de un México de inclusión civilizada en la pluralidad.

Por eso no deja de perturbar que, encima, se busque propiciar más broncos como solución a las crisis de representación.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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