La historia nos enseña que en los momentos en que determinadas sociedades han tenido periodos de gobiernos corruptos de manera continuada, han mantenido niveles importantes de desigualdad o han dañado el sistema de libertades fundamentales, lo que ha seguido es la explosión social.

La explosión social suele ser dañina y dolorosa pero lo que busca es cambiar el status quo mediante la imposición de valores emergentes, especialmente los que fueron dañados. Junto al momento difícil existe la esperanza de un futuro mejor, el compromiso de vivir apegados a un modo de vida distinto.

Ejemplos de explosión social que recordamos en la historia son la Revolución Francesa que tuvo como resultado la declaración de los derechos del hombre, de los principios de libertad, igualdad y fraternidad y fue el inicio del constitucionalismo moderno y la Revolución Mexicana que buscó el desarrollo de las garantías sociales, entre otras. De alguna manera se puede decir que la explosión tiene como última causa la vitalidad del tejido social que se rebela a continuar viviendo en una situación insostenible.

Hoy observamos a lo largo y ancho del mundo un gran desencanto con la situación actual. Si bien es cierto que hoy como nunca se ha logrado elevar el nivel de vida de grandes sectores de la población mundial, el índice de insatisfacción generalizada es de los más altos que recordamos en la historia reciente.

El panorama electoral en los Estados Unidos, la situación del sistema político español, el Brexit en el Reino Unido y los bajos niveles de popularidad de muchos líderes en el mundo son algunos ejemplos de este desencanto generalizado.

Sin embargo, a diferencia de otras épocas no se prevén con claridad riesgos de explosión social, más bien lo que se percibe es una situación de abulia y vacío en grandes sectores de la población, sobre todo los más jóvenes.

La gran promesa de una sociedad igualitaria, sin lucha de clases fue derrocada en el simbólico acto de la caída del muro de Berlín, y el optimismo de un desarrollo total de mercados desregulados fue expuesto como un camino equivocado a partir de la crisis hipotecaria de 2008 en Estados Unidos.

Ambos episodios nos han dejado ante un panorama en el que aparentemente no hay salidas. Menos aún salidas que signifiquen una verdadera esperanza, una ilusión de futuro.

Los discursos políticos siguen utilizando las mismas herramientas, los mensajes de hace años. Inclusive aprovechan el desencanto social para introducir mensajes de carácter populista, racial, de división y encono.

Ante esta situación el ciudadano de a pie enfrenta un profundo pesimismo. Carece de sentido cualquier acción en el plano político. Pareciera que cualquier cosa que se proponga en el espacio público es sujeta de ser corrompida.

El pesimismo y la falta aparente de salidas lo que pone en riesgo no es tanto la posibilidad de una explosión, sino más bien de una implosión social. Ante la falta de vitalidad, los actores sociales y las instituciones que componen se rompen hacia dentro por falta de contenidos, por haberse quedado vacías.

A diferencia de la explosión social que si bien por un lado destruye violentamente lo existente, por otro propone un nuevo orden, la implosión social —más moderada en su evolución— no deja esperanza alguna de un nuevo orden, unos nuevos valores, un futuro por el que valga la pena vivir.

El riesgo al que hoy nos enfrentamos es uno de los de mayor calado de la historia moderna: la implosión de instituciones y liderazgos para quedarnos en el vacío.

Rector general de la Universidad Panamericana-IPADE

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