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Hace unos días el Presidente de la República promulgó las leyes que componen el denominado Sistema Nacional Anticorrupción. La participación de diversos actores tanto de la sociedad civil como del gobierno coadyuvó en su construcción.
Se trata de un primer paso que marca un hito en el momento en que las sociedades del mundo han expresado gran malestar frente a este tema.
Aunque es un avance, el enfoque del sistema se refiere estrictamente a reglas exógenas dejando de lado la atención a los agentes que lo operan. A ello quisiera referirme.
El ejercicio del poder es una actividad que genera grandes pasiones en el hombre. Pocos ámbitos del quehacer humano tienen una afectación tan poderosa en la personalidad de quien lo practica.
Es por ello notorio que, cuando una psique débil o poco preparada es investida de poder, se producen cambios significativos en su personalidad y un activismo sin rumbo claro tendente a la corrupción.
La psique débil es normalmente causa de una personalidad inmadura, con gran vacío de satisfacción y de sentido. Para la personalidad inmadura se vuelve prioritario llenar ese vacío mediante cualquier tipo de contenido o distractor.
En el ámbito del ejercicio del poder y la política estas personalidades tienden a un activismo exacerbado, lleno de pasión pero sin un rumbo claro. Son fácilmente corrompibles.
Por otra parte, las personalidades maduras con psiques fuertes son más aptas para el ejercicio del poder y para alcanzar el nivel de estadistas. Son capaces de ser independientes a la inmediatez y mantener una visión de largo alcance.
Se puede construir un sistema político pleno de sentido con baja tendencia a la corrupción, en la medida que en algunas posiciones clave existan estadistas que permitan que, independientemente de los procesos espontáneos que en todo sistema político y social se dan de forma ordinaria, se mantenga un rumbo elegido. La permanencia en el rumbo, a pesar de que en ocasiones la conveniencia inmediata de una supuesta —aunque fugaz— rentabilidad política es una circunstancia que sólo puede alcanzar el estadista.
En ese sentido, la personalidad madura del estadista permite soportar la tentación de soluciones que en una primera instancia pueden resultar más deseables, pero que pierden sentido en el largo plazo.
Igualmente, la personalidad madura del estadista le permite comprender el ejercicio del poder desde una visión de mayor altura: entiende el poder como servicio y no como un mecanismo de disfrute personal. Sus valores son superiores a ese disfrute personal y por ello son más resistentes a procesos de corrupción.
La madurez de la personalidad está imbuida de sabiduría, esa que, según Emanuel Swedenborg “(…) percibe todo, así como la luz ve todo”.
Las personalidades que reúnen las características del estadista son escasas en los grupos sociales y su cultivo de la más alta importancia, de ello la necesidad de establecer programas de formación dirigidos a ese objetivo. En México los nuevos tiempos reclaman con cada vez más urgencia estadistas.
Rector general de la Universidad Panamericana-IPADE