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Una de las grandes ventajas de la democracia es que cuenta con cauces y válvulas para expresar por vía institucional y pacífica el descontento, la irritación y el hartazgo con el gobierno en turno. Pero si dichas válvulas se cierran, la tensión y el enojo, lejos de aliviarse, se intensifican. Las oposiciones, cuando se les abre la puerta, se moderan en su comportamiento; en cambio frente a la cerrazón se radicalizan, generando mayor tensión sobre el sistema político. En la primera mitad del gobierno de Miguel de la Madrid hubo un avance del PAN en capitales y municipios, por lo que en la segunda mitad le entró temor al gobierno, y se optó por cerrar esos canales. Así tuvo lugar el fraude “patriótico” de Chihuahua (y Durango) en 1986. A partir de ello, el PAN llegó enojado y radicalizado a la elección presidencial, lo cual, aunado a la ruptura de la Corriente Democrática del PRI, generó en 1988 una pinza que puso al régimen contra la pared, con el PAN y Cuauhtémoc Cárdenas hombro con hombro.
Pasados los comicios, Salinas de Gortari decidió abrir las puertas por el lado del PAN reconociéndole, ahora sí, triunfos a nivel estatal. El PAN se moderó e incluso se alineó con el gobierno en varios temas coincidentes. Al naciente PRD en cambio, se le hostigó y se le negaron triunfos importantes como en los comicios intermedios de Michoacán en 1989, en 1992 también en Michoacán, la gubernatura. Se hablaba entonces de una “democracia selectiva”; apertura al PAN y cerrazón al PRD. De haberle reconocido al PRD ese triunfo, se hubiera abierto una válvula de escape por la izquierda, y ésta se hubiera moderado hacia 1994. La tensión acumulada estalló a través de la irrupción del EZLN que denunciaba, entre otras cosas, que sólo a la derecha se le abriera la puerta electoral, pero no a la izquierda. De haberse reconocido el triunfo del PRD en Michoacán, el impacto político del EZLN probablemente hubiera sido menor. En cambio, ensombreció la campaña y casi descarriló la elección, provocando elevados costos políticos y económicos al país. Salinas admitió años más tarde el error de no haber reconocido Michoacán al PRD, con lo que se hubiera abierto una importante válvula de escape por ese lado de la gama ideológica. En contraste, Ernesto Zedillo reconoció triunfos no sólo del PAN, sino también del PRD, y en la sucesión de 2000 no hubo crisis política ni económica.
En 2017 el PRI decidió retener el Estado de México por las buenas o las malas. Eso y el cuestionado triunfo en Coahuila recuerdan las cerrazones de otros años (70 % de ciudadanos no cree que el PRI ganó en buena lid). Desde luego, los costos políticos para Peña Nieto de imponerse en el Estado de México serán menores que los de haber perdido esa entidad, porque en tal caso se hubiera desplomado el gobierno, además de debilitar gravemente al PRI a nivel nacional. Pero el costo de esa operación será mayor enojo, frustración, hartazgo y tensión en los simpatizantes de Morena (pero también de muchos ciudadanos que, sin ser obradoristas, siguen apostando a la democratización del país). La justificación esta vez es que se detuvo al “populismo autoritario”; un autoritarismo detenido por otro autoritarismo a través de métodos poco democráticos. ¡Estupendo! Pero también hubo cerrazón hacia el PAN en Coahuila (si bien los panistas no debieron salirse del cómputo). Y la reacción de los panistas recuerda la de 1986 con Chihuahua; enojo, radicalización y declaración de guerra al PRI. Y lo insólito; el PAN y Morena van hombro con hombro al impugnar ambas elecciones (como en 1988 con Cuauhtémoc). El PAN podría entonces alinearse en el frente antipriísta antes que en el bloque antiobradorista. Así, el ambiente previo a la elección presidencial se tensó, las oposiciones se radicalizan, los timoratos árbitros electorales perdieron credibilidad, y el enojo y hartazgo ciudadanos se incrementaron en lugar de aplacarse. A ver qué resulta de esta ensalada para 2018.
Profesor del CIDE. @JACrespo1