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Durante los últimos setenta años nos hemos dedicado a desafiar los códigos que gobernaban al mundo. Pero este proceso de cuestionamiento, que se ha ejercido en todos los ámbitos con una fuerza liberadora que ya hubiera querido la Ilustración, ha trazado la línea del péndulo: mientras que en su origen resultaba indispensable cuestionar los dogmas del pasado, hoy es patente que este ejercicio desmitificador está erosionando algo, que está tallando hueso.
Lo digo porque hoy uno no puede decir, en una reunión, que el asunto del que se habla es de una forma particular. El sexo, por ejemplo. Si bien queda claro que la Revolución Sexual trajo incontables beneficios (naturalizó a la sexualidad humana, empoderó a la mujer, etcétera), hoy los progresistas siguen rizando el rizo y argumentan, implícita o explícitamente, que no podemos decir que el sexo sea de tal o cual manera, pues todas las características que le asignamos son producto de la cultura.
Esto es un absurdo lógico. Todo lo que existe tiene atributos inherentes, y son precisamente estos atributos los que hacen a las cosas ser lo que son y no algo más. Estas características también acotan el significado de lo que cada cosa puede significar para nosotros. Así, si bien el sexo puede tener atributos adquiridos en cada cultura, también posee cualidades inamovibles que le dan su forma y lo hacen reconocible. Se trata de un mínimo común denominador que delinea los significados más allá de las interpretaciones culturales; algunos –los antiguos, también los anticuados– hemos querido llamarle a esto “esencia”.
Desde luego que no estoy lo suficientemente loco como para adentrarme ahora por el difícil camino de establecer el último y definitivo peso que la sexualidad debería tener en la vida de todos. Lo que me interesa señalar es que el sexo sí tiene un peso específico. No se trata sólo de un gesto autómata, como quieren ciertos progres, tantos publicistas y algunos superfluos partícipes de las relaciones abiertas. La obvia comprobación de esto es muy simple: sin importar que tan de avanzada queramos parecer, siempre habrá algo que no haríamos o que no nos gustaría que nos hicieran en la cama. La violación, por ejemplo, desmiente la relatividad del sexo y demuestra su peso. La pederastia también. Y si usted profesa la fe del moderno con suficiente fuerza como para decir que ninguna de estas cosas le importan, que estos traumas son producto de la carga cultural del violado y no de la violación misma, pues elija el ejemplo que guste del vasto catálogo de la depravación humana: le aseguro que llegará a un punto en el cual el sexo ya no le parecerá tan meramente mecánico como nuestros tiempos sugieren.
Así que en esas andamos: entre la circunspección victoriana, que trataba al sexo con mutismo y dificultad, y esta época nuestra, que pretende desvalijar al sexo –y a tantas otras cosas– de sus atributos, y por ello del significado que tiene en nuestras vidas. Pero el sexo aún es y será siempre sujeto de diversas formas de la gravedad. No está vacío, aunque nunca sepamos bien a bien lo que contiene. Y allí, en esa ignorancia nuestra, yace, inmóvil, su misterio.
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