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Según algunos antropólogos, el beso romántico nace de un gesto maternal. La comida de la prehistoria era áspera y rigurosa, imposible de triturar por los críos humanos, así que las primeras madres la masticaban antes de dársela a sus hijos, juntando bocas.
Quién sabe qué retruécanos en el camino pudieron llevar a ese beso primigenio, de nutrición y crianza, hasta el catálogo de besos de la actualidad: el de piquito o beso seco, el francés o de lengüita, el hollywoodense, el succionador o el toma-todo. Seguramente uno de los factores que contribuyó a que ese gesto maternal fuera adoptado por los enamorados son las miles de terminaciones nerviosas que se acumulan en labios y lengua, y que hacen de esta actividad un delicatessen corporal. También hay quienes, más tiesos, explican que con cada beso olfateamos las cualidades genéticas del otro. Pero todo esto no importa: lo que importa es que el beso sobrevivió hasta nuestros días y que sus devotos hoy nos contamos por millones.
Tampoco importa que la publicación American Anthropologist se haya dedicado a desmentir la universalidad cultural del beso romántico argumentando, por ejemplo, que en cierta tribu etíope se besan los pies de los superiores en señal de respeto, de gratitud o de sumisión, pero nada más; o que los Nuer, del Sudán, sólo besan a sus niños, por lo que un beso entre adultos les parece infantil; o que algunos, como los Inuit, no se besan nunca y para demostrarse cariño frotan sus narices en largas sesiones que casi siempre terminan en la cama.
Aun cuando sea verdad que menos de la mitad de las culturas lo ejercen, eso no invalida al beso romántico como un camino superior para demostrarnos cariño. Si, además, resulta cierto que deriva del gesto maternal que ya describimos, me parece todavía más significativo y profundo. Con cada beso nos sumamos a esos primeros gestos de nutrición y crianza entre madres e hijos. Quizá a nosotros, los modernos, compartir el bolo alimenticio nos parezca demasiado primitivo, pero es precisamente esa cualidad originaria lo que hace que los besos sean símbolos menos ornamentados, más francos y poderosos: cada vez que beso a mi mujer la nutro, la pruebo, me alimenta. Es una forma de la comunión, o del canibalismo.
Llegamos solos a esta vida arisca y severa. Por una precaución natural, preferimos resguardar nuestro núcleo, protegerlo de que sea desfigurado. Pero tenemos al beso para redimirnos. El primer beso entre dos personas elimina las fronteras invisibles que nos imponemos unos a otros y borra los rigores de la distancia y las apariencias, nos entrega de cuerpo entero, hace que nuestro espíritu se agite. Como a una presa a la que arrebatan su cortina, así en cada beso nos desbordamos hacia el otro mientras el otro también nos inunda. No sólo rompemos la cercanía de rigor: ocupamos de lleno el territorio ajeno como un ejército invasor que, mientras tanto, permite la invasión de su patria.
Con cada beso abandonamos, serenos y convencidos, las murallas que nos protegen. Y paradójicamente, esta vulnerabilidad compartida logra que nuestra vida gane peso y realidad. Es lo natural: gracias a los besos y a otras formas de la comunión, las cosas alcanzan su estatus de personales e íntimas. Incluso nuestra existencia.
Así, querido lector, lectora querida, lo invito a que junte los labios con quien sea digno de su rendición incondicional.
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