Jorge Degetau Sada

Luego del atardecer

25/10/2015 |02:24
Redacción El Universal
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El reino de lo diurno es tan enceguecedor como el de las sombras: su luz potente blanquea y difumina los objetos hasta robarles sus colores, hasta volverlos indiferenciables. Y esto, verlo todo sin distinguir nada, no es sino otra forma de la invisibilidad.

Pero habita, entre el alboroto del atardecer y el arribo de las primeras sombras, un brevísimo momento que merece una mención especial. Comienza justo cuando el dorado del sol desaparece atrás de los montes y se van con él los rojos azabache y los morados y amarillos que alardean con cada atardecer. Queda apenas un resabio de luz, que entonces se templa y aplana.

Con el sol oculto, podríamos predecir que el día caerá irremediablemente. Pero ocurre lo contrario: eclosiona con una luz franca que lo inunda todo. A su paso, esta luz revive a las cosas como el toque divino, les devuelve su figura y sus colores auténticos. Sólo entonces, cuando dejan de atacarnos como dagas los reflejos hirientes y las esencias de los objetos no se camuflan entre sombras fragmentarias, es que podemos ver al mundo con claridad.

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Durante los instantes que dura esta luz, el mundo queda como suspendido. Incluso se aquieta y calla. También nuestra existencia se vuelve más puntual y casi podemos observarla y sentirla, tan sólida y determinada como una roca en la mano.

Pero esto dura sólo un momento. Su arribo y su fuga siempre se nos develan cuando ya han ocurrido. Así, el cielo que se iba escalonando en una fuga de azules, de pronto alcanza las profundidades del negro. Los verdes, verdes cada vez con mayor plenitud, en un punto indeterminable se tornan cenizos. Sin que podamos preverlo, la hora pierde su refrescante intemporalidad y nos adentramos en la noche.

Son los magueyes los que, al sentir la cercanía de su fin, despliegan su quiote a seis, a siete metros de altura, y por un tiempo estas flores rudimentarias quedan flotando sobre los matorrales, gobernando la inmensidad del desierto. Los días –también seres autónomos y vivos– se despiden con igual elegancia; lo hacen con esta luz verdadera que media la huida del sol y el comienzo de las sombras. Y es en esta despedida, me parece, que el mundo es más mundo, y no distracciones y prisas.

@caldodeiguana

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