Se multiplican las crisis de gobierno producto de una grave disfuncionalidad de los sistemas políticos como mecanismo de intermediación entre la gente y sus gobiernos. En algunos casos, dichas crisis han respondido a situaciones extremas, de regímenes autoritarios y de libertades sofocadas, por ejemplo la Primavera Árabe. En otros países, las causas de las crisis en curso o en gestación son menos evidentes, pero no por esto menos reales ni potentes.

En México, la falta de representatividad política tiene múltiples expresiones: el 27% de la población no se identifica con ningún partido; 9% está dispuesta a elegir gobernantes independientes; 41% no le cree nada al Presidente; 11% cree que los ciudadanos deberían realizar acciones violentas de protesta (GEA-ISA, marzo de 2016). Las encuestas sólo vienen a confirmar la frustración, decepción política y falta de esperanza sobre el futuro del país que se viven por doquier. Al mediocre desempeño económico se suma un reclamo por una violación frecuente a los derechos humanos, un sentimiento generalizado de inseguridad, una opinión de ineptitud de los gobiernos de todos los rincones del país, y que se renueva con personas igual o más ineptas que las anteriores. Eso genera todos los días marchas, plantones y protestas que en el caso de la Ciudad de México, además contribuyen a que nos ahoguemos en contaminación.

Debe ponerse atención especial a movimientos como “Noche de pie” (Nuit debout) en París. Detonada por una manifestación contra la reforma laboral del presidente Hollande (cuya aprobación cayó a 14%), se han reunido en la Plaza de la República multitudes de estudiantes universitarios, desempleados, trabajadores y clases medias. Todos afirman no pertenecer a ningún partido, enarbolar bandera alguna, y no formar parte de una sola asociación. Se definen como una “fuerza política fuera de los esquemas institucionales”. Sostienen querer experimentar una forma de democracia “directa y participativa”; no han planteado una demanda concreta al gobierno. Propalan la corrupción revelada por los Panama Papers, la cual condenan.

En analogía con el movimiento Occupy Wall Street, se indignan por la concentración de la riqueza global (1% de la población concentra 48% de la riqueza, OXFAM). Llevan reuniéndose 21 noches consecutivas a deliberar sobre asuntos diversos, en un asambleísmo callejero muy singular. A pesar de que en un par de ocasiones la policía francesa los ha desalojado de la Plaza de la República durante el día, les ha permitido volver a ocuparla durante la noche, para que continúen con sus actividades. Los participantes no invitan a la violencia.

Esa multitud no tiene claridad total sobre por qué está ahí, ni qué desenlace tendrán sus reuniones. Los participantes comparten insatisfacción con los mecanismos de representación política, por no sentirse tomados en cuenta, por disentir del “estado de las cosas”, porque claman por un “nuevo orden social y político”. Este movimiento ya se ha extendido a otras 200 ciudades francesas.

En México, el rechazo a los gobiernos se funde con una condena a la cleptocracia; el hartazgo con la corrupción es generalizado (los juicios a los presidentes de Guatemala, y ahora de Brasil, son indicadores de la capacidad de movilización que trae la corrupción). Se agrega la inexistencia del Estado de derecho, y la complicidad de un sistema judicial corrupto, ineficiente y anquilosado con la complacencia del Consejo de la Judicatura, que permea toda la vida nacional. Se ha gestado una esperanza de que candidatos independientes e iniciativas ciudadanas puedan sacar al país de esta crisis política y moral, para volver a creer en México. La popularidad de El Bronco cayó a 12% a nivel nacional (EL UNIVERSAL), y el resultado de la participación social en generar un sistema anticorrupción realista y eficaz está por verse. En París están de pie, reclaman mayor participación política, a 15 semanas de la Olimpiada en Brasil, con Dilma Rousseff impugnada. ¿Alguna semejanza con 1968?

Economista

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