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Del 5 al 12 de julio, el Papa visitó Quito y Guayaquil en Ecuador, La Paz y la ciudad carcelera de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia y Asunción en Paraguay; celebró misas, pronunció veintidós discursos, aleccionó a dos presidentes que se creen revolucionarios, el muy católico Correa de Ecuador y el boliviano Evo Morales, y al presidente conservador del Paraguay. En 2013 había logrado en Brasil el milagro —es un chiste brasileño— de que por primera vez en la historia los brasileños amasen a un argentino; el año próximo irá a Estados Unidos (país que no conoce), pero pasando primero por Cuba. ¿Y no por México? No sé.
Escogió tres países pobres, históricamente católicos pero con una fuerte progresión de las Iglesias evangélicas, con una presencia india mayoritaria. En los suburbios y en las ciudades perdidas de su Buenos Aires, conoció a los pobres migrantes bolivianos y paraguayos para quienes, y para todos los pobres del mundo, pide las tres T: techo, trabajo, tierra. “Ni una familia sin techo, ni un trabajador sin derechos, ninguna persona sin la dignidad que da el trabajo, ningún campesino sin tierra…” ¡qué extraño! Cuando habló así, resulta que algunos pensaron que el Papa es comunista.
Comunista no lo es, y tampoco revolucionario, si uno liga violencia y revolución, impaciencia por tomar atajos que llevan al abismo, intolerancia que conduce a la represión y al terror. ¿Reformista entonces? Ciertamente, por más que los radicales desprecien a las reformas. Puso en guardia a los presidentes Correa y Morales, que empiezan a encontrar resistencia a su autoritarismo: “Hay que buscar espacios de diálogo, de encuentro y abandonar como un doloroso recuerdo toda forma de represión, control desmedido, restricción de la libertad”.
En Bolivia, frente a los sindicalistas y a las asociaciones populares de izquierda, dijo: “Cuando el capital se erige en ídolo y rige todas las opciones de los seres humanos, cuando la avaricia orienta todo el sistema social y económico, eso arruina la sociedad, condena al hombre, lo transforma en esclavo, destruye la fraternidad entre los hombres, opone los pueblos los unos a los otros, y como lo estamos viendo pone en peligro nuestra casa común”. ¡A buen entendedor, pocas palabras! ¿Será entendido en Estados Unidos, Europa, Rusia y China?
Pero les advirtió también a los militantes del auditorio: “Necesitamos el cambio por los cuatro vientos, pero en la inclusión, no en la exclusión. El cambio no debe hacerse de manera brutal ni ideológica, porque eso lleva a la dictadura… es un proceso de cambio, el cambio concebido no como algo que se realizará algún día porque se impuso tal o cual opción política (una clara alusión a “las mañanas que cantan” del comunismo real. Nota de Jean Meyer), o porque tal o cual estructura social ha sido instaurada. Aprendimos en el dolor que un cambio de estructuras que no va acompañado de una sincera conversión de las actitudes y del corazón, acaba, tarde o temprano, por la burocratización, la corrupción y el fracaso… es indispensable que, con la reivindicación de sus derechos legítimos, pueblos y organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización que excluye. Ustedes son sembradores de cambio”.
En Paraguay siguió la misma línea, precisando: “Una mirada ideológica no sirve de nada, porque la recuperan siempre ciertos intereses… Ciertamente el crecimiento económico y la creación de riquezas son necesarios, pero deben llegar a todos los ciudadanos sin exclusión de nadie”. Y pidió a los empresarios, políticos y economistas no ceder a un modelo económico “que necesita sacrificar vidas humanas sobre el altar del dinero y de la rentabilidad”. ¿Teología de la liberación? Puede qué, pero todo eso lo decían sus mayores jesuitas, los PP. Lebret y Calvez del movimiento Economía y Humanismo, en vísperas del Concilio Vaticano II.
Investigador del CIDE.
jean.meyer@cide.edu