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Javier Cruz Angulo y José Antonio Caballero
Hace varios años Arturo Montiel Rojas popularizó la frase “los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas”. Por lo visto, semejante despropósito sigue reclutando adeptos. El debate de la semana pasada sobre dos sujetos que fueron torturados por funcionarios públicos, y que han obtenido una indemnización, ha desatado múltiples críticas que aluden a los presuntos delitos que cometieron. La cuestión reviste varios problemas.
El primero es la forma en la que entendemos al Estado. Una labor fundamental del Estado es hacer que se respete la ley, ¿podemos aceptar que funcionarios del Estado violen la ley para hacer cumplir otra ley? Más aún, ¿podemos aceptar que en esa labor cometan delitos como el de tortura o siembra de pruebas? Ni una ni otra son aceptables. Si lo aceptamos nuestras libertades dependerían del funcionario en turno... El deber de las autoridades de apegarse estrictamente a la ley en su actuación está en la raíz del pacto que crea al Estado. Así se recupera la confianza pública. Éste no es un tema que acepte regateos. Mucho menos desde proclamas que postulan la eficacia en el combate a la delincuencia como prioridad, cueste lo que cueste. Llevamos nueve años con ese discurso y no hay resultados. Por el contrario, ahora los señalamientos nacionales e internacionales sobre violaciones sistemáticas a los derechos humanos, gusten o no gusten, son una realidad.
El segundo problema consiste en preguntarse cómo prevenir la actuación irregular de las autoridades. Empecemos por reconocer que tenemos un problema: las autoridades frecuentemente violan los derechos de las personas que detienen. En este ambiente de irregularidad no hay certeza siquiera de que el detenido tenga alguna relación con un delito. Mientras las irregularidades en las detenciones y en la fabricación de culpables no tengan ninguna consecuencia, no hay incentivos para que las autoridades abandonen estas prácticas. La experiencia comparada nos proporciona dos herramientas: la primera es que las irregularidades deben tener un costo en el juicio (que incluye la posible liberación de los detenidos) y la segunda es la indemnización de los afectados. Una y otra generan amplia frustración tanto a los operadores del Estado como a los observadores incautos. Los primeros porque ven cómo sus detenidos salen en libertad; los segundos porque ingenuamente consideran que todo detenido es culpable o porque con esa misma “ingenuidad” dan licencia a las autoridades para cometer abusos. ¡Claro que las violaciones de derechos de las personas deben tener un costo! Sin costos no hay incentivos para desterrar las irregularidades.
Un tercer punto tiene que ver con los defensores de derechos humanos y los abogados que defienden asuntos penales. Voces indignadas se escandalizan porque cobran por sus servicios. También se dice que los derechos humanos son para quienes tienen acceso a buenos abogados. Noticia de última hora: la gente es libre para dedicarse a la actividad legal que le plazca y cobrar por ello. Una ONG de derechos humanos que gana una defensa puede buscar indemnización para su defendido y recuperar los costos de la defensa. Con ello no sólo proporciona un servicio a la víctima, sino a toda la sociedad. La abogacía es una profesión como cualquier otra y todo el mundo tiene derecho a la defensa y a un juicio justo.
Ahora, el debido proceso, los jueces y la defensa en juicio no son un caballo de Troya contra las instituciones de seguridad pública. En sentido contrario, son la prueba de que un Estado hace respetar las reglas de juego que la democracia colocó en la Constitución. Si no creemos en eso, entonces mejor obviemos a todos los poderes judiciales y nos quitamos de los excesos del debido proceso.
Hoy son las Naciones Unidas o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos las aparentes responsables de conspirar en contra de nuestra estabilidad bajo el pretexto de los derechos humanos. Sin embargo, tirios y troyanos, todos, estamos expuestos a los excesos de un sistema que no tiene controles y que alienta el actuar irregular de sus operadores. Los derechos humanos son una realidad constitucional. Punto. La persona que considere que hay excesos en el debido proceso, que la tortura es correcta y que el fin justifica los medios, puede acudir con su legislador de confianza para solicitar una reforma constitucional y más adelante puede pedir que México deje de pertenecer a la comunidad internacional… y con eso zanjamos penosamente el debate.
Profesores del CIDE