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Son tan oprobiosos los hechos de corrupción que se imputan a los ex gobernadores que ya están arrestados fuera del país, que es difícil imaginar cuál de todos ellos es más grave. Sin embargo, llama la atención que el caso de Roberto Borge, ex gobernador de Quintana Roo, se haya colocado en el imaginario colectivo como una figura un tanto opacada respecto de la de Javier Duarte, ambos miembros de la “nueva generación del PRI”. Tal parecería que se ignora que los delitos por los que se persigue a Borge implican no sólo un boquete a los recursos públicos de aquel estado del sureste, sino un auténtico despojo al patrimonio territorial de nuestra joya turística.
A Borge se le conoce, ni más ni menos, que como “el gobernador que vendió Quintana Roo”, porque remató predios de la costa caribeña, propiedad del estado, para venderla a sus familiares y amigos por menos de 1% del valor real de los mismos.
De acuerdo con la investigación de Expansión y de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, se trata de una extensión de 9,500 has., equivalente a 6 veces la superficie total de la zona hotelera de Cancún y según el reportaje de la revista Proceso (#2113 de abril, 2017), el quebranto al estado asciende a 30 mil millones de pesos. ¿Cómo explicar, entonces, que Borge aparezca como un aprendiz frente a Duarte y que el clamor social que existe para que se castigue a este último no se equipare al del primero?
Creo que a Borge lo cubre una suerte de manto protector y hay varias muestras de ello. Primero porque ha sido tan ofensivo el caso de Duarte que todos apostábamos a que los demás no podían sino abarcar menores volúmenes de dinero, pero no es así, y sin embargo, la imagen del quintanarroense aparece desdibujada. Segundo, porque durante los meses posteriores a su salida del gobierno de QR, Borge pudo gozar de los bienes robados no sólo a las arcas públicas estatales, sino a particulares y a ejidatarios que fueron despojados de sus bienes a través de juicios laborales con denuncias ficticias, avaladas por las autoridades gubernamentales y las juntas de conciliación y arbitraje. Las investigaciones periodísticas hablan de una colusión de autoridades de diferentes poderes y también de notarios públicos.
Es cierto que desde abril, la Fiscalía General del Estado había girado cuatro órdenes de aprehensión en contra de varios de los funcionarios de su administración, cercando con ello al ex gobernador, además de que en diciembre de 2016, el PRI lo suspendió de sus filas, pero ello difícilmente impidió que siguiera disfrutando del dinero robado que sólo por el delito de enriquecimiento ilícito asciende a 359 millones de pesos.
A diferencia del caso de Javier Duarte, que estuvo prófugo durante seis meses, a Borge no se le dictó orden de aprehensión en su contra sino hasta el pasado 31 de mayo, es decir, sólo estuvo escondiéndose de la justicia durante cinco días. Además, su detención el 4 de junio en el aeropuerto de Panamá se vio arropada por la coincidencia de esa fecha con las cuatro elecciones locales, sobre las que se volcó la atención nacional. Ciertamente, con Borge, la colaboración entre las autoridades mexicanas, las panameñas e Interpol fue más eficiente.
Es posible que las tensiones entre las fuerzas políticas que está generando el largo trayecto de la judicialización de las elecciones del 4 de junio pasado, sobre todo en el estado de México y Coahuila, dejen en un segundo plano de atención mediática sobre la detención de Roberto Borge. Esta circunstancia no debe ser un obstáculo para que la opinión pública y, claro, el periodismo de expertos le dé seguimiento puntual al arresto de uno de los claros ejemplos de cómo se han denigrado nuestros gobiernos locales.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com