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No cabe duda que la indignación social que provocó el amparo del juez federal, Anuar González Hemadi, para dejar sin efecto el auto de formal prisión en contra de Diego Cruz Alonso, uno de los cuatro Porkys, pesó en la resolución expedita del Consejo de la Judicatura Federal (CJF) para suspender a dicho juez de Veracruz. La ira que se manifestó con insistencia en las redes sociales y en los medios de comunicación no podía ser ignorada y el CJF habrá de investigar con detenimiento la actuación del juez.
La violencia sexual es una de las formas de violencia más agraviantes y es doblemente vejatoria cuando se comete en contra de menores de edad como fue el caso de la forma multitudinaria en que los cuatro jóvenes abusaron sexualmente de Daphne Fernández que entonces tenía 17 años de edad.
Resultan muy reprobables los argumentos de González Hemadi para liberar al acusado, pues, en su opinión, no se acreditó una declarada intención de violar a la joven, ni una conducta lasciva, o la indefensión de la víctima. De ahí el repudio social que desató la sentencia para liberar de la prisión a Cruz Alonso, quien se había fugado a España para escapar de la justicia mexicana.
El CJF no debe intervenir en las decisiones y opiniones de los jueces federales, es decir, no puede juzgar los casos a partir de la forma como se interpreta la ley, porque ello implicaría violar un principio básico que es garantizar la independencia de quienes juzgan. Lo que sí puede verificar el CJF, y lo hizo en esta ocasión, es que las sentencias se sustenten en las pruebas y documentación aportadas y que siempre se atienda la jurisprudencia obligatoria que existe. La presión de la opinión pública fue clave para que el CJF determinara suspender al juez federal para revisar su actuación.
Vale la pena recordar que, a diferencia de los jueces y magistrados del ámbito local que suelen ser nombrados, en última instancia, por sus respectivos gobernadores, los del federal surgen de un proceso de selección profesional y competido para garantizar tanto sus conocimientos técnicos, como su autonomía de criterio para juzgar. Empero, un buen examen de ingreso no es suficiente para garantizar que su desempeño siempre cumpla con dichos principios, lo cual obliga a una supervisión permanente de parte de la autoridad.
Este caso debe convertirse en paradigmático de cómo la presión de la opinión pública puede impulsar resoluciones que ayuden a combatir la impunidad en el acceso a la justicia de niñas, adolescentes y mujeres. La fuerte exigencia social que hoy existe para que las autoridades judiciales sancionen a los responsables de delitos y dicten la reparación del daño a las víctimas se funda en los diagnósticos nacionales que existen sobre violencia sexual. Según la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, al año se cometen 600 mil delitos sexuales y 9 de cada 10 víctimas son mujeres; 4 de las 10 son menores de quince años y la mayoría de ellas no revelan que sufrieron abusos sexuales por miedo, o por vergüenza.
El pronunciamiento conjunto de varias instituciones que luchan para erradicar la violencia de género y de las menores señala que el mayor riesgo de una sentencia que califica el abuso sexual por las intenciones del agresor, es su normalización en el entorno social. La impartición de justicia sin perspectiva de género impide que se combata la discriminación que es estructural y tolerada.
El caso de los Porkys debe obligar al Poder Judicial a establecer criterios claros sobre los elementos subjetivos y objetivos que configuran los delitos de violación y abuso sexual. No puede permitirse que la subjetividad impregnada de misoginia oriente las posturas de los jueces locales y federales, si lo que queremos es evitar la impunidad y que la justicia alcance a las niñas, adolescentes y mujeres.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com