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Es difícil vislumbrar el 2017 con un ánimo esperanzador, en primer lugar, porque dejamos atrás un año con un balance negativo en los flancos económico, social, político, e internacional y, en segundo, porque éste arranca con malos augurios tanto en nuestra dinámica interna, como en nuestra inserción regional. El fuerte aumento a la gasolina que inevitablemente disparará los incrementos de precios y la inflación han ahondado los agravios y el desencanto de la población hacia un gobierno que engañó con las reformas estructurales y que, además, ha perdido toda capacidad de acción constructiva.
No es casual que los niveles de aprobación del presidente Peña Nieto hayan caído en el último año de 35% a 25%, fundados en políticas públicas ineficientes y en su insistencia en nombrar en altos cargos directivos a personas identificadas más por su lealtad a la figura presidencial que por su integridad profesional, no escuchando los reclamos de la opinión pública. A este dato hay que agregar los grandes escándalos de corrupción de los ex gobernadores que afloraron el año pasado y que siguen quedando en la impunidad, lo cual daña no sólo la credibilidad de la política local, sino la del gobierno federal y desde luego, la de los partidos políticos.
En este marco, es inevitable pensar en 2018, tanto porque en septiembre de este año inicia el proceso electoral para renovar la Presidencia, como porque las fuerzas políticas no parecen hacerse cargo de la gravedad de las circunstancias y de la necesidad de ir más allá de la disputa por la candidatura al máximo cargo, que a lo sumo permite la discusión sobre perfiles personales, o sobre actos anticipados de campaña. Ante la falta de propuestas de mediano plazo, la clase política se ha encerrado en mantener sus privilegios y un ejemplo de ello son los bonos de fin de año, o los vales de gasolina que reciben los legisladores sin rendición de cuentas, haciendo caso omiso de que la población está cada vez más enfadada con sus gobiernos derrochadores y con sus representantes populares que se rehúsan a asumir su responsabilidad política.
Nos urge un liderazgo colectivo que partiendo de un buen diagnóstico sobre el deterioro de nuestro Estado de derecho sea capaz de edificar una propuesta alternativa fincada en una convocatoria que no puede ser personalizada, o de corte providencial, sino colectiva, producto de una fuerte deliberación con compromisos claros y contundentes con las agendas de fortalecimiento democrático que se han ido construyendo en nuestro país en los años recientes. Estoy pensando en la transparencia, el combate a la corrupción y la rendición de cuentas que ya forman parte de nuestro discurso público y que están ya mandatados en la Constitución, pero que siguen siendo más una invocación que un ejercicio real.
La pregunta que se antoja pertinente es si el liderazgo social que requerimos puede surgir de los partidos políticos existentes, o si debe provenir de una organización, o de un movimiento al margen de dichos referentes tan desprestigiados. No me cabe la menor duda de que los partidos son organizaciones indispensables para la vida democrática y que hay que apostar a robustecerlos en su institucionalidad, pero sobre todo en su implantación social, es decir, en su interlocución permanente con las demandas de la población. Sin partidos que la sociedad sienta cercanos a sus necesidades y que ofrezcan respuestas viables a las mismas, resulta imposible que un golpe de timón como el que necesita la sociedad mexicana ocurra dentro de su espacio institucional y hoy por hoy no contamos con ellos.
Quienes tienen experiencia política deberían estar trabajando ya para edificar ese liderazgo social que nos urge para vislumbrar ya no digamos un futuro promisorio, sino simplemente un futuro.
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Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.co