La muerte de Fidel Castro es emblemática; se fue el último gran luchador que apostó a la vía armada para la transformación social. Su partida ha provocado muy variadas reacciones que van desde manifestaciones masivas en la isla por la pérdida del líder que cambió la historia de Cuba, derrotando al dictador Batista, junto con las marchas de júbilo de los cubanos anticastristas en Miami y pasando por el duelo de quienes desde diferentes puntos de América Latina compartieron la esperanza que despertaron las promesas del socialismo. Lo que es innegable es que su desaparición representa el fin de una época marcada por la utopía revolucionaria, animada por la lucha de liberación frente al capitalismo voraz y por la conquista de una sociedad más justa y menos desigual. Es cierto, con la ida de Fidel concluye definitivamente el siglo XX y con ello la utopía revolucionaria y su impronta esperanzadora.

Hace ya años que se había desvanecido la figura heroica de Fidel, refugiado en un discurso añejo, antiimperialista, autorreferenciado y renuente a abrirse a la pluralidad de corrientes de opinión, o a la gran oleada democratizadora de los años ochenta y noventa que caracterizó a la región, e incluso a los cambios experimentados por la sociedad global. Aunque en sus últimos años y ya alejado del poder, Fidel fue testigo escéptico del complicado proceso de cambio en las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, estuvo lejos de ser el artífice de tal giro histórico. En cambio, su muerte empata con la nueva era de signo contrario al que prometiera la Revolución cubana y que hoy recorre ominosamente el mundo occidental y que está reñida con cualquier idea de un futuro luminoso, e integrador. Hoy, el rasgo de los tiempos es la contra utopía, o si se quiere, la utopía al revés, o la utopía regresiva a la que se refiriera Fernando Henrique Cardoso, que se opone a las aspiraciones de mejores condiciones de vida para todos, fincadas en el resorte de la inclusión social.

La muerte de Fidel Castro empata con el ascenso de los movimientos racistas y xenófobos, sin recato alguno, que amparados bajo la bandera de la defensa de lo propio, no dejan lugar para lo diferente; que se ufanan de repudiar al otro, de desconocer la existencia de una sociedad abierta, de una comunidad global que se precie de ofrecer hospitalidad a los diversos grupos y que desgraciadamente no es exclusiva del fenómeno Trump.

Aunque son muchos los dilemas que enfrenta el régimen cubano, pues no fue capaz de insertarse en los engranajes de la globalización; no pudo superar las tentaciones de la captura personalizada del poder, ni se puso en sintonía con la demanda de la defensa de los derechos humanos, parece claro que la desaparición del líder histórico empujará el cambio en el modelo cubano. La pregunta no es si el régimen de la revolución sobrevivirá a Fidel, sino de qué manera las nuevas generaciones habrán de asumir los derroteros del país para transitar hacia una sociedad más abierta y moderna, es decir, obligadamente democrática, preservando los ideales igualitarios de la revolución.

Fidel gobernó Cuba casi cincuenta años y sus banderas originarias le valieron un lugar en la historia como actor de la transformación de su país, pero quedó en deuda como gobernante, porque se rehusó a organizar un esquema institucional para un relevo del poder que no dependiera de la herencia familiar. No es factible que se desaten cambios drásticos en el régimen cubano, pero la ausencia de Fidel obligará a los actuales dirigentes a acelerar los cambios políticos y lo deseable sería que fuese con un sentido democratizador. Raúl Castro habrá de dejar el poder en 2018, pero bien haría en preparar ya la transición para que, sin la bendición del líder histórico, se logre un cambio pactado y pacífico.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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