A la par que se cumplieron dos años de la tragedia de Ayotzinapa sin que tengamos avances claros en la investigación de lo sucedido en Iguala, o de los responsables de los 43 estudiantes desaparecidos, Michoacán vuelve a ser escenario de protestas violentas de normalistas que exigen plazas automáticas en las nóminas del magisterio, junto con la liberación de 30 compañeros detenidos por actos de vandalismo. Una vez más se hace evidente que mientras las autoridades no vayan más allá de respuestas coyunturales para enfrentar los reclamos de quienes asisten a las normales rurales, la amenaza de violencia seguirá viva.

Para presionar al gobierno, la semana pasada los normalistas michoacanos bloquearon carreteras, tomaron e incendiaron 4 autobuses en la vía Carapan-Playa Azul, secuestraron a 5 policías y al director de seguridad pública de Chilchota, lo que llevó a la Secretaría de Seguridad del estado a enviar efectivos para detenerlos, enviándolos a la prisión de mediana seguridad de Mil Cumbres. Cuando el juez sentenció que los delitos no ameritaban prisión preventiva, los estudiantes liberaron a los policías después de haberlos tenido secuestrados durante 36 horas.

Pero el problema no está resuelto porque persiste la exigencia de plazas automáticas, además de que hay nuevos actores en el conflicto. 10 empresas de autobuses decidieron suspender sus corridas desde y hacia Michoacán en protesta por las quemas de vehículos que las aseguradoras no cubren por ser daños producto de actos vandálicos. Al problema con los estudiantes inconformes, ahora hay que sumarle el desafío empresarial y los efectos económicos y sociales de la incomunicación terrestre en que se ha dejado al estado.

No son menores los delitos que se les imputan a los normalistas michoacanos: ataques a las vías de comunicación, privación de la libertad y robo calificado, pero este tipo de actos delictivos no son nuevos, sino que han sido práctica recurrente para presionar al Estado y así obtener plazas de maestros inmediatamente al concluir los estudios y sin cubrir requisito alguno de selección. Los normalistas reclaman los mismos privilegios que han gozado por décadas los integrantes de la CNTE y han aprendido que la herramienta más eficaz para mantener sus prebendas son los actos violentos que colocan al gobierno contra las cuerdas de una poco viable represión, porque al carecer la autoridad de legitimidad para castigar el vandalismo con la fuerza pública, la obligan a ceder a sus pretensiones.

Aunque el origen de este tipo de privilegios está en las relaciones tradicionales del intercambio corporativo entre el Estado y el magisterio, esta mecánica está cobijada por la agraviante desigualdad social que nos aqueja. La deficiente educación de las normales rurales que está lejos de ofrecer una formación medianamente sólida para preparar a los alumnos para el mercado laboral, las ha condenado a ser espacios de reclutamiento del reclamo social de jóvenes en zonas muy deprimidas del país.

Desconocemos con precisión cuáles fueron los términos de la negociación para el retorno a clases de los maestros disidentes en Chiapas y parte de Oaxaca; la opacidad sigue siendo la nota distintiva. Lo que sí sabemos es que ello implicó erogar importantes sumas de dinero y la liberación de las cuentas de algunos dirigentes, es decir, volvió a imponerse la práctica perversa de resolver conflictos sociales desembolsando más dinero por fuera de los circuitos legales.

Mientras los conflictos con normalistas y maestros de la CNTE se resuelvan con recursos públicos que no pasan la prueba de la transparencia, seguirán aplazándose soluciones más estructurales para quebrar la eficacia de la protesta violenta como fórmula para mantener privilegios.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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