No es una buena idea minimizar la marcha del pasado 15 de septiembre en demanda de la renuncia de Peña Nieto, con el argumento de que fue poco concurrida. Es cierto que se calcula que apenas asistieron cerca de 5mil personas; que lo hicieron a título individual y que fueron convocadas a través de redes sociales por jóvenes de sectores relativamente privilegiados y que fueron pocas las organizaciones sociales que se incorporaron al reclamo. También es verdad que una eventual renuncia del Presidente, lejos de ser la solución a los males que nos aquejan, abriría las puertas a una crisis política mayúscula, debido a la fragmentación de nuestra representación política. Sería peor el remedio que la enfermedad.

Imaginemos por un momento las pugnas y tensiones que se desatarían entre las distintas fracciones parlamentarias que, de acuerdo con el artículo 86º de la Constitución, deben calificar si existe o no una causa grave para aceptar una posible renuncia. Más complicado aún sería el proceso para ponerse de acuerdo sobre quién tomaría el lugar de presidente sustituto para concluir el periodo de Peña Nieto. Si los legisladores suelen tropezarse con el nombramiento de un magistrado del Tribunal Electoral, no se antoja que fluyera con agilidad el acuerdo sobre un presidente sustituto.

La relevancia del cargo del titular del Ejecutivo en un régimen presidencial explica que nuestra Constitución no facilite su renuncia, ni tampoco regule con precisión una posible destitución del titular del Ejecutivo, el cual –“…sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves de orden común” (art. 108º) El texto deja a la libre interpretación del Congreso, encargado de llevar a cabo un eventual juicio político, la definición de lo que es traición o delito grave.

Lo que está claro es que la sociedad mexicana está profundamente agraviada con el gobierno en funciones y aunque la absurda e incomprensible invitación a Trump fue la gota que derramó el vaso, la caída del nivel de aprobación de la Presidencia, que de acuerdo con la más reciente encuesta de Mitofsky apenas alcanza el 29%, es producto de una suma de acciones y decisiones inapropiadas, de promesas no cumplidas, que no sólo han provocado desesperanza y desaliento, sino enojo en la población en contra quienes tienen la encomienda de gobernarnos y ofrecernos resultados a los problemas más graves.

Es ingenuo pretender que la renuncia del Presidente sea la solución a males que son estructurales, que tienen que ver con las reglas con las que funcionan las entidades gubernamentales y que están profundamente arraigados en el quehacer de los funcionarios públicos, quienes no están acostumbrados a rendir cuentas, es decir, a que sus actos tengan consecuencias claras que impliquen para ellos costos económicos y políticos. Por eso la demanda de que salga Peña Nieto no debe leerse literalmente, como petición de que deje el cargo, sino en función de su carga simbólica. El reclamo es la expresión condensada de la impotencia frente a la deficiente gestión pública que encabeza la figura presidencial, la cual, justo por esa razón, concentra el enfado social.

Tomar en serio la marcha implica entender su peso simbólico; comprender que una sociedad desmovilizada, con una escasa tendencia a la participación, replegada a su esfera privada por el miedo a la violencia y a la inseguridad, difícilmente puede cargarse de energía para exigir cambios de manera urgente. Una transformación del estado de cosas es lo que en realidad piden quienes demandan la renuncia de Peña Nieto.

En lugar de desautorizar la manifestación del día del grito de la Independencia, sería bueno que el gobierno asumiera el reclamo de una sociedad agraviada y se lanzara a emprender cambios concretos y palpables.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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