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No se puede sino aplaudir la intervención del presidente Peña Nieto para frenar los paquetes de nombramientos y reformas legales que lanzaron los gobernadores salientes de Quintana Roo, Veracruz y Chihuahua para sellar su impunidad.
El Presidente echó mano de sus recursos políticos e institucionales; mandó un mensaje en contra de los abusos de los gobernadores de su partido a los que la opinión pública ha identificado como emblemas de la corrupción estatal. Mientras Roberto Borge pretendía designar al auditor superior y a los magistrados del Tribunal de Justicia, César y Javier Duarte querían nombrar a personas cercanas como fiscales locales anticorrupción, todo ello para que les cuiden las espaldas, ahora que los ciudadanos votaron por la alternancia, dejándolos sin poder ser arropados por la complicidad de su partido.
Por la vía institucional, el Presidente instruyó a la PGR para que, en su calidad de representante social, activara acciones de inconstitucionalidad en contra de las reformas legales que pretendían limitar las responsabilidades financieras de los ex gobernadores y que constituyen una violación a las normas del Sistema Nacional Anticorrupción.
En Veracruz, el Congreso dejó sin efectos la convocatoria para designar al fiscal anticorrupción y en Chihuahua se detuvo el nombramiento. Aunque Borge se deslindó de las designaciones hechas por el Congreso local, dijo que acataría el fallo de la SCJN. La buena noticia es que subsiste la disciplina de partido y que los gobernadores priístas se sienten obligados por las instrucciones presidenciales. La mala es que las razones para que prosperara la determinación de Peña Nieto es la debilidad institucional que existe en los estados y que impide que haya contrapesos entre los poderes, no sólo porque en los tres congresos el PRI tiene mayoría absoluta, sino porque el control de los gobernadores es casi absoluto y se extiende también al Poder Judicial.
No hay que olvidar que las arbitrariedades de los gobernadores se explican también porque durante los últimos 15 años han visto crecer significativamente los recursos federales que reciben y, no contentos con ello, sustentados en las transferencias federales, han disparado los montos del endeudamiento estatal, sin que existan mecanismos de vigilancia sobre la utilización de dichos recursos.
De hecho, los tres estados se encuentran entre los siete primeros en el registro de los niveles de endeudamiento público del país de la Secretaría de Hacienda. En el sexenio de César Duarte, la deuda de Chihuahua creció más de tres veces, de 12 mil 547 a 42 mil 962 millones de pesos y ocupa el cuarto lugar en deuda per cápita; en Quintana Roo, con Roberto Borge, al que se ha identificado por orquestar auténticas maquinarias de corrupción, como lo ha denunciado la organización Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, la deuda se duplicó, al crecer de 10 mil 037 a 22 mil 442 millones de pesos, colocando al estado en el primer lugar en deuda per cápita. En Veracruz, el endeudamiento público durante la administración de Javier Duarte creció más del doble, de 21 mil 499 a 45 mil 879 millones de pesos.
Las bolsas enormes de recursos en manos de los gobernadores, sin controles institucionales para evitar la discrecionalidad en el ejercicio y el destino de los mismos, son una combinación perfecta para alimentar la arbitrariedad y la corrupción. Estamos apenas empezando a construir el andamiaje institucional para el combate a la corrupción y ya vemos como quienes nos gobiernan se afanan en idear formas de trastocar sus alcances.
Nuestra debilidad institucional hace que cobren relevancia los aspectos procedimentales para designar a quienes habrán de ocupar las distintas piezas del Sistema Nacional Anticorrupción. Habrá que estar atentos.
Académica de la UNAM
peschardjacqueline@gmail.com