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El fallo del Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de la ONU, que declaró que debe liberarse a Julian Assange, fundador de Wikileaks, se centró en el hecho de que se violó el debido proceso y que fue arbitraria su detención. Assange fue privado de su libertad sin un proceso judicial que le ofreciera todas las garantías, aunado a que después de cinco años, la indagatoria seguía siendo preliminar. Es decir, la resolución no se basó en el análisis de su papel como informador, ni entró al fondo del litigio sobre su responsabilidad en la divulgación de documentos clasificados de EU.
No obstante, el pronunciamiento del comité de expertos en Ginebra volvió a poner en el centro del debate el alcance de los secretos de Estado, es decir, la facultad que tienen los gobiernos para mantener documentos fuera del escrutinio público por razones de seguridad nacional, así como la suerte que corren quienes filtran, o difunden tal tipo de información, ya sean servidores públicos o periodistas.
Si bien Assange es perseguido por el gobierno sueco por un delito de acoso sexual, su caso es mundialmente famoso por el expediente que está abierto en su contra en Estados Unidos por el delito de espionaje, al haber publicitado a través de Wikileaks, cables con información secreta de dicho gobierno.
Todos los Estados tienen información secreta que buscan mantener al margen de los ojos no sólo de sus opositores, sino de los ciudadanos, pues como dice Elías Canetti, “el secreto está en la médula del poder”. Sin embargo, la idea muy arraigada de que los secretos de Estado, y en particular los relativos a la seguridad nacional, son siempre inexpugnables, se ha ido sometiendo a revisión, gracias a los avances que ha tenido la promoción de los derechos humanos y el acceso a la información pública como derecho fundamental de las personas. Ha ido creciendo la exigencia social de que la preservación de dichos secretos no es un supuesto dado de una vez y para siempre, sino que debe de estar rigurosamente justificado en cada caso.
El de Assange aborda una de las aristas más delicadas del asunto de los secretos, porque se refiere a quiénes están obligados a preservarlos, a qué tipo de sanciones se hacen acreedores en caso de violar la reserva de la información y si las sanciones varían según el tipo de información revelada. ¿Qué pasa cuando la información que rebasa las barreras del secreto se refiere a violaciones graves de derechos humanos o a actos de corrupción de los funcionarios públicos? ¿Tiene derecho el “informante” a ser protegido en virtud de que es de interés público que se conozca que existen esas violaciones al Estado de derecho?
Existen legislaciones que ya contemplan estas circunstancias. En Estados Unidos está prevista una protección legal para los servidores públicos que filtran información para delatar actos de corrupción, porque con ello contribuyen a perseguir el delito. Hay resoluciones de los relatores especiales para la libertad de expresión de la ONU y de la OEA, que señalan que merecen un trato diferenciado quienes difunden información secreta si son servidores públicos, que están obligados a la confidencialidad, o si son periodistas cuya responsabilidad es justamente informar con veracidad y sin necesidad de revelar sus fuentes. Los relatores han establecido que los Estados deben proteger a los periodistas, porque el deber de reserva que tiene un funcionario público no puede hacerse extensivo al comunicador.
Está en duda si el dictamen del Comité de la ONU sobre Assange es o no vinculatorio para los gobiernos de Gran Bretaña y Suecia, porque aunque no está establecido como tal, se sustenta en la Declaración Universal de Derechos Humanos que han signado los países involucrados. En todo caso, se ha vuelto a abrir el debate sobre los secretos y su relación con los derechos de las personas.