La fragmentación de nuestro espectro político, evidenciada en las elecciones de 2015 nos obliga a pensar en serio la segunda vuelta electoral, para ver la conveniencia de modificar el sistema electoral para que la Presidencia no surja por mayoría relativa, sino por mayoría absoluta.
El rasgo distintivo de las elecciones de 2015 fue la dispersión del voto que derivó en la disminución de la fuerza de los tres principales partidos políticos (PRI, PAN y PRD) que ahora apenas concentran 60% de los votos, así como en el crecimiento del número de partidos con registro, de siete a nueve. Es cierto que el PT recuperó su registro, gracias a la sentencia del Tribunal Electoral que permitió que su votación no considerara sólo las elecciones ordinarias, como dice la Ley General Electoral, sino que también sumara los votos de las extraordinarias en un distrito de Aguascalientes, pero al final el sistema de partidos quedó compuesto por sólo dos partidos con 20% o más de los votos, con tres partidos medianos (entre 7% y 11% de los votos) y cuatro partidos pequeños. Además, la presencia de candidatos independientes tanto en las elecciones federales de medio periodo, como en las locales de 17 entidades federativas, ahondaron la dispersión de la oferta política. De cara a la elección de 2018, este fenómeno puede llevar a que se gane la Presidencia con menos de 30% de los votos, o sea, con una reducida legitimidad de origen. La segunda vuelta es el mecanismo que en un sistema presidencial con multipartidismo, permite que el Presidente gane con una mayoría absoluta. La gran ventaja es que en la primera ronda pueden participar todos los contendientes, mientras que en la segunda, sólo compiten los dos punteros y el ganador tendrá una legitimidad reforzada. La gran limitante de esta fórmula es que no garantiza que el partido del Presidente cuente con mayoría en el Congreso para facilitar el despliegue de sus políticas públicas.
Experiencias recientes nos muestran cómo las segundas vueltas pueden producir muy diferentes resultados, dependiendo de la reacción de los aparatos partidarios. Así, en las elecciones presidenciales de 2015 de Guatemala, tanto la primera como la segunda vueltas favorecieron a Ji-
mmy Morales, un candidato proveniente del mundo del espectáculo, cuyo partido apenas tiene 7% de los escaños en el Congreso. Ganó el voto de protesta en contra de los partidos tradicionales, pero la dificultad para ejercer el gobierno está presente.
En las recientes elecciones argentinas, la segunda vuelta significó un vuelco, porque ganó el candidato del segundo lugar en la primera vuelta. Sin embargo, el partido liberal del nuevo presidente Mauricio Macri sólo tiene minoría en el Congreso, lo cual lo obligará a negociar con las fuerzas opositoras. El escudo de una presidencia con mayoría absoluta no resuelve el problema del gobierno dividido.
El caso de las recientes elecciones regionales francesas es una muestra de cómo la segunda vuelta puede favorecer ciertas estrategias partidarias. En la primera vuelta, el partido de ultraderecha, el Frente Nacional, ganaba seis de las 17 regiones en pugna. Sin embargo, en la segunda, los partidos de izquierda retiraron sus listas de cuatro regiones en las que tenían el tercer lugar, favoreciendo a la centro-derecha del Partido de Sarkozy. El objetivo era evitar el triunfo del Frente Nacional y lo lograron porque no ganó uno sólo de los consejos regionales.
Buena parte de los países con sistema presidencial han adoptado la fórmula de la segunda vuelta, justamente para blindar la legitimidad del Presidente, dando margen a estrategias electorales de los aparatos partidarios. Sin embargo, no garantiza un mejor arreglo entre el Ejecutivo y el Legislativo, que es esencial para lograr la gobernabilidad en un contexto de fragmentación política.
Académica de la UNAM.
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