Mucho se ha insistido en que la reforma política del DF otorgará plenos derechos políticos a los capitalinos. No es así; la autonomía que se presume adquirirá la Ciudad de México no es para sus habitantes, sino para quienes la gobiernen y representen que tendrán mayores competencias y márgenes de maniobra, frente a los poderes federales. La Ciudad de México seguirá siendo una entidad federativa como hasta ahora, pero con un nombre diferente y una Constitución propia. Empero, las facultades de los capitalinos para elegir a sus gobernantes ya existían y las fórmulas de participación ciudadana, también. El gran problema de la ciudad de México no es de derechos políticos, sino de administración coordinada y eficiente.

Dado que el DF ha sido la sede de los poderes federales y a que en 1928 se eliminaron los municipios en la ciudad, los capitalinos padecieron una “ciudadanía disminuida”, pues no podían elegir a sus gobernantes y carecían de órganos legislativos propios. Los capitalinos sólo votaban para cargos federales de Presidente, diputados y senadores y sus leyes las emitía el Congreso Federal. Sin embargo, al calor de los 20 años de transición a la democracia, los ciudadanos del DF fueron conquistando facultades electivas, primero con una Asamblea de Representantes, en 1988 y, posteriormente con la reforma política de 1996, adquirieron plena ciudadanía, con la creación de poderes locales, surgidos del voto popular: la Asamblea Legislativa y el Jefe de Gobierno, desde 1997 y los jefes delegacionales desde 2000.

¿Qué es lo que cambia para la ciudad capital con esta reforma constitucional? ¿Por qué tantas dificultades para aprobarla si se estaba saldando una de ciudadanía con los capitalinos? Lo que cambia es que la administración y el ejercicio del poder ganarán espacios de autonomía dentro de la condicionante que les impone ser la sede de los poderes federales.

La gran novedad es que la Ciudad de México contará con una Constitución propia que tomará el lugar del Estatuto de Gobierno del DF que era aprobado por el Congreso Federal. Dicha Constitución será aprobada por una Asamblea Constituyente capitalina, con lo cual se deja fuera de las decisiones sobre el régimen interior de la capital a los órganos federales. Adicionalmente, sus demarcaciones administrativas —delegaciones— se convertirán en alcaldías con sus respectivos concejales, que serán electos. Al ganar autonomía la entidad, el Jefe de Gobierno no podrá ser removido por el Senado, como hasta ahora, y el secretario de Seguridad Pública ya no será nombrado por el Presidente de la República, sino por el Jefe de Gobierno de la ciudad.

La emisión de una Constitución propia para la Ciudad de México es la gran conquista para los capitalinos, sin embargo, la Asamblea Constituyente que habrá de discutirla y aprobarla, a partir del proyecto que elabore el Jefe de Gobierno, sólo parcialmente surgirá de la decisión de los capitalinos. El temor de que dicho órgano constituyente estuviera dominado por el PRD que fue hegemónico en el DF durante 18 años, hizo que se reservaran 2/5 partes del órgano para una intervención de los poderes federales y el poder local en funciones. El arreglo político privó sobre el derecho de los ciudadanos.

La disputa por el manejo de los recursos de la ciudad está detrás de esta reforma política. A pesar de que la ciudad requiere de integración en el ejercicio de su presupuesto, el hecho de que las demarcaciones sean alcaldías las faculta para ejercer autónomamente el presupuesto que apruebe la Legislatura capitalina anualmente. Se insiste en que el manejo de la hacienda pública será unitario, pero los problemas de integración de 16 demarcaciones que ya hoy tienen gobiernos de diferente partido, augura dificultades para que la administración pública de la ciudad sea, como quiere la reforma, centralizada y paraestatal.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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