Aunque el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tardó cerca de dos meses en resolver la queja del PAN en contra de la elección de gobernador de Colima, la determinación de anularla le tomó apenas unas horas. Las pruebas que se le ofrecieron de último momento fueron contundentes, a la luz del artículo 59 de la Constitución del estado, que establece como causal de nulidad la intervención directa o indirecta del gobernador a favor de alguno de los contendientes.
La grabación en la que el secretario de Desarrollo Social de Colima da la instrucción de apoyar al candidato a la gubernatura del PRI-PVEM y Panal, porque “gobernador deja gobernador”, y la confesión de su autoría ante el Congreso estatal permitieron acreditar la violación al principio básico de equidad en las elecciones. Además, el hecho de que el margen de victoria del ganador hubiera sido de escasos 503 votos reforzó el peso de la prueba y su posible incidencia en el resultado electoral.
En nuestro todavía primitivo imaginario político colectivo, en el que seguimos concibiendo al mapa de los actores políticos desde la maniquea división entre el gobierno y oposición, la anulación de una elección se ha visto como un recurso de los más débiles en contra de los poderosos, como una manera de hacer que los órganos jurisdiccionales salgan en defensa de un piso parejo. Ello explica que en los últimos años, las reformas electorales hayan tenido como uno de sus objetivos precisar, e incluso incrementar, la lista de causales para obligar a repetir una elección.
Cuando en 1996 se creó el TEPJF y se le otorgaron amplias facultades para resolver en última instancia las controversias electorales, las causales de nulidad establecidas en la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación sólo contemplaban a las elecciones de legisladores —no a la presidencial— y se centraban en cuestiones de organización electoral (fallas en la recepción, el escrutinio y el cómputo de los votos). La anulación era el último recurso para sancionar conductas irregulares que afectaran el proceso electoral y sus resultados, pues el principio rector era preservar la decisión del votante. Sin embargo, las demandas de anulación fueron orientándose hacia el terreno de la equidad en las elecciones, que la legislación no tenía expresamente previstas.
Por ello, en 2000, al resolver la impugnación de la elección para gobernador en Tabasco, en la que la compra excesiva de promocionales a favor del candidato priísta había desequilibrado el terreno de la competencia, el Tribunal Electoral echó mano de la fórmula de la “nulidad abstracta”, o sea, invocó una causal no escrita, pero inspirada en el principio rector de la equidad, para castigar a quien lo había quebrantado. Más tarde, la anulación de la elección de gobernador de Colima, en 2003, volvió a poner sobre la mesa la injerencia del poder como factor de inequidad y prueba para anular una elección.
La recurrencia de esta práctica explica que la reforma políticoelectoral de 2014 otorgara rango constitucional al llamado sistema de nulidades de las elecciones tanto federales, como locales. Desde luego que los Congresos estatales pueden incorporar causales adicionales en sus propias constituciones, como en el caso de Colima.
La anulación de la elección de gobernador de Colima nos deja algunas lecciones: 1) el proceso se organizó bien, pues ni se identificaron votos mal habidos, ni un cómputo truqueado; 2) las instituciones electorales funcionaron porque la anulación fue acatada por los actores perdedores y 3) la idea de que “gobernador deja gobernador” para justificar la injerencia del gobernante en turno a favor de cierto candidato, atentando contra la equidad, ya no queda impune, al menos no siempre.
Académica de la UNAM
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