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Más allá de si al referirse a la amenaza del populismo, en su mensaje político del 2 de septiembre pasado, el presidente Peña Nieto tenía en mente a López Obrador o también al Bronco, lo que parece claro es que el gobierno no se toma en serio que el populismo es una alternativa posible, que no puede ser exorcizada con una mera descalificación discursiva.
Al etiquetar al populismo como demagógico e intolerante, que apuesta a salidas mágicas a los problemas del país, el Presidente optó por la reprobación fácil del populismo, supongo que para allegarse del apoyo de todos aquellos grupos que repudian dicha alternativa política. En cambio, Peña Nieto renunció a reconocer de manera desprejuiciada que existen condiciones reales y actuantes que hacen del populismo una salida viable para nuestro país, hoy.
El Presidente hizo un llamado a frenar las doctrinas populistas que “de manera abierta o velada, erosionan la confianza de la población, alientan su insatisfacción y fomentan el odio en contra de las instituciones y que socavan derechos y libertades de la población”. Pero, la carga de calificativos negativos no sirve para ahuyentar el peligro; tampoco sirve minimizar la explicación de por qué prospera el populismo, afirmando que se debe a sentimientos de inconformidad frente a crisis económicas globales; como si detrás de dichos sentimientos no hubiera graves problemas sociales desatendidos y una falta de expectativas de mejores condiciones de vida para el grueso de la población.
Más que ponerle etiquetas al populismo, valdría la pena reflexionar a fondo sobre las deficiencias de nuestro régimen democrático que es justamente donde éste se incuba. El historiador francés Pierre Rosanvallon (Pensar el populismo, Este País, 01/01/2012) ha señalado que las crisis de representación política que padecen las democracias en el mundo abren la puerta “de manera natural y engañosa al populismo”. De manera natural porque emana de las profundas condiciones de pobreza y marginación, aunque engañosa porque coloca al pueblo en calidad de una entidad unificada e indiferenciada, que se identifica por contraposición a las élites. Resulta natural recurrir al populismo, aunque olvide que el pueblo está formado por una diversidad de sectores.
El discurso populista es antioligárquico y antipartidista, por eso se nutre del descontento de las sociedades respecto de los partidos políticos y de los políticos. Si el populismo ha logrado implantarse en América Latina en años recientes y en contextos democráticos, es porque los líderes providenciales que lo encarnan entienden que el gran problema de nuestras democracias es que no han sabido diseñar un modelo para colocar en el centro el problema de las masas de pobres y excluidos que pueblan nuestras latitudes. La fuerza legitimadora de los populismos que están reñidos con el ejercicio de derechos, con la pluralidad, etc., está en que enarbolan la bandera de la redistribución de la riqueza y con ella convocan al pueblo a respaldarlos.
Es cierto que los populismos en nuestra región han prosperado en condiciones de elevación de los precios de las materias primas que les han ofrecido a los líderes carismáticos importantes recursos para alimentar las redes clientelares de su respaldo social, pero, hoy por hoy, es la forma política que invoca como primer compromiso las reivindicaciones sociales en contra de la pobreza, la desigualdad y la exclusión.
El populismo pretende dar voz a quienes no se sienten representados por el régimen democrático y conlleva un reclamo de igualdad, sobre todo socioeconómica. Volviendo a Rosanvallon, es indispensable comprender a fondo las deficiencias de nuestros sistemas democráticos para no pretender ahuyentar al populismo con un mero rechazo automático, reduciéndolo a su dimensión demagógica.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com