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Los discursos del papa Francisco ante el Congreso norteamericano y la Asamblea de Naciones Unidas colocaron temas claves de la agenda mundial, desde la pobreza, la exclusión, la crisis de refugiados, los efectos de las guerras y el narcotráfico y, desde luego, el deterioro del ambiente, que ha sido una de sus preocupaciones centrales, que lo llevaron a emitir en mayo pasado la encíclica Laudato si’ para combatir la degradación ambiental y el cambio climático.
Pero, quiero referirme a sus reflexiones sobre la política, sobre el ejercicio del poder y las funciones que desempeña, porque, si bien es propio de un líder espiritual invocar principios éticos como orientadores de las acciones humanas, no es tan frecuente que se hable específicamente de política y de sus responsabilidades y obligaciones y que lo haga desde una óptica liberal.
El pontífice planteó la necesidad de pensar en un “marco moral para la política mundial”, concentrando su objetivo en hacerle frente a lo que denominó “la cultura del descarte” que no es otra cosa que la de la exclusión económica y social, que deja fuera del acceso a los satisfactores indispensables a una gran parte de la población.
Esta idea del “descarte” en el discurso papal resume las deficiencias de los gobernantes que deben hacer todo lo posible para que las personas tengan “los mínimos absolutos”, que en el plano material tienen tres nombres (techo, trabajo y tierra) y en el espiritual, otros tres (libertad de espíritu que comprende a la libertad religiosa, derecho a la educación y derechos cívicos). Además, los excluidos, o descartados, están condenados a “vivir del descarte” y a sufrir las consecuencias del abuso del medioambiente, producto del consumismo voraz.
Al mencionar la inquietante situación social y política de nuestro tiempo, marcada por “conflictos violentos, el odio nocivo, la sangrienta atrocidad que ha derivado en un vasto mundo de mujeres y hombres excluidos”, el Papa responsabilizó al mal ejercicio del poder.
Francisco abogó por una política que vaya en contra de la uniformidad y a favor de la diversidad “aceptada y reconciliada”, es decir, se pronunció por una política abiertamente a favor de la pluralidad y la libertad de pensamiento, que milite en contra de todas las polarizaciones que pretenden dividir al mundo en dos bandos, el de los buenos y los malos. También alertó frente a “copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino, que es la mejor manera de ocupar su lugar…”, es decir, criticó la violencia estatal y social.
En su intención de reivindicar a la política, al dirigirse a los congresistas norteamericanos, el Papa habló de lo que en su opinión es el desvelo de la política, defender y custodiar la dignidad de las personas para facilitar la búsqueda constante y exigente del bien común. Es decir, subrayó su confianza en la política como herramienta para combatir fundamentalismos, polarizaciones, exclusiones sociales y económicas, pero también para frenar todas las formas de corrupción “que ponen en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones”.
Más aún, al definir el papel del legislador y recordando la figura de Moisés, señaló que la función de elaborar normas simboliza “la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia de unidad”, claro, no de cualquier legislación, sino de aquellas que son justas. Es decir, las normativas que sirven para dar integración y unidad son las que son justas.
Los discursos del Papa provocaron aplausos de algunos y silencios de otros (como cuando se pronunció a favor de la abolición mundial de la pena de muerte que desagradó a los republicanos), pero si algo no tuvieron fue ser intrascendentes o neutros. Al hablar de política, el Papa asumió plenamente su liderazgo moral, algo de lo que están ayunos buena parte de nuestros políticos.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com