Hace unos días, el gobierno federal dio a conocer un nuevo modelo educativo para el país que contempla, entre otras cosas, cambios a los planes de estudio, nuevos libros de texto y clases de inglés; incluye también otras técnicas de enseñanza —y tecnología para implementarlas—, preparación de los profesores…

El listado de bondades del modelo es amplio. Sin embargo, habrá que contraponer a ese esquema la realidad: escuelas con carencias, diferentes formas de funcionar a pesar de que aparentemente están “homologadas” conforme a los programas y planes de la SEP, planteles que difícilmente se pueden llamar así porque en ocasiones no tienen paredes, techos, instalaciones mínimas para los alumnos y maestros.

No cabe duda que cambiar la educación en México es una prioridad. Pero en un país como el nuestro en que la desigualdad socioeconómica está en cada esquina, hay que empezar por lo primero. Recordemos lo que ocurrió cuando una excelente idea como es mejorar la educación empezó por el tema laboral: plantones, marchas y manifestaciones por todo el país. Y ese asunto no está totalmente concluido.

Recorriendo el país, he visto las condiciones en las que millones de niños intentan aprender: pisos de tierra, techos de lámina, sin puertas, sin baños, sin útiles y a veces sin maestros. Esos niños no están pensando en el nuevo modelo educativo ni en la forma en la que aprenden: están más preocupados por saber si podrán comer cada día; el estudio queda en segundo plano.

Precisamente es en la realidad que viven todos los días millones de niños y adolescentes donde los planes, proyectos y modelos se topan con pared. No es casualidad: es el punto de crisis de las políticas sociales de los gobiernos, mismas que en lo esencial no han cambiado desde hace décadas.

Hablar de educación es hablar de condiciones en las que se imparte y se recibe esa educación: hablar de modelo educativo es hablar de las circunstancias en que ese modelo se desarrollará; hablar de desarrollo es hablar de igualdad de oportunidades.

Por eso es que las políticas sociales deben coincidir en dar a los mexicanos, sobre todo los más vulnerables, el piso parejo que tanto requiere este país para que todos partamos de las mismas condiciones para desarrollarnos. De otra forma, ni el mejor modelo podrá mejorar la educación.

El piso parejo empieza en la comida en la mesa, en el dinero en los bolsillos, pero también en un sistema educativo que no discrimine y que hoy manda a las comunidades indígenas a un solo maestro, y a veces un asesor, para todos los grados escolares.

Respondamos bien a la realidad de México. Plantear un nuevo modelo educativo está bien en la medida que se corresponde con las vocaciones productivas del país y de sus regiones, y si este planteamiento va acompañado por todas las políticas sociales del gobierno para asegurar la educación lo mismo para el hijo del obrero que del campesino, del burócrata, del profesionista o del comerciante, que del empresario.

Para lograrlo, hay que dejar de dispersar esas políticas, y por lo tanto el gasto público. Si combatimos la desigualdad e invertimos mejor los recursos para la educación, tendremos un país en el que será nuestro esfuerzo, talento y dedicación lo que marque nuestro destino en la vida y no dónde ni cómo nos tocó nacer.

Diputada federal del PRI con licencia

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