La semana pasada sumé un año más a mi vida, gris y agobiante desde mi punto de vista. Inútil, si se mira objetivamente. ¿Pero es esto posible? Tachar la vida de una persona por medio de un juicio, una palabra o una breve descripción. ¿No es eso una especie de terrorismo? Tal vez, pero la ocasión dio lugar a que un grupo de amigos nos sentáramos a la mesa a comer y a tomar mezcal y otros vinos como lo hacemos en cualquier ocasión, sea a causa de un año más o un año menos en nuestra vida. En cierto momento de la larga jornada escuché a alguien decir que si uno desea saber a fondo lo que sucede en Siria tendría que dedicar la mitad de su vida a estudiar la situación política de ese país y en general la historia del Medio Oriente. Las personas comunes opinamos pero no sabemos, discutimos las consecuencias no las causas, y sufrimos por la muerte de personas que no merecían morir. Y por ello acudimos a palabras como maldad, intolerancia y fundamentalismo para juzgar un acontecimiento sangriento y repugnante. No tenemos otras armas que el miedo y el rechazo a la intolerancia, a la difamación y al crimen.

El 13 de octubre del 2014 Francia anunció que haría negocios por 10 mil millones de euros con la teocracia y monarquía absoluta que reina en Arabia Saudita. Y no deja de ser paradójico que Francia, el país que llevó la democracia a ser un concepto de divulgación universal haga negocios con uno de los países más antidemocráticos del mundo. En Arabia Saudita, el sunismo wahhabí, la belicosa e intransigente corriente religiosa que predomina en ese país da sustento y vida a grupos rebeldes y organizaciones que interpretan la Sharia (el código ético del Islam) de manera radical —como el Estado Islámico— y que pregonan la guerra contra los infieles. La mía puede ser una manera simple e incluso grotesca de describir a un país, pero cualquiera, si lo desea, puede averiguar qué tan cercanos están sus propios preceptos éticos de los que rigen las costumbres en Arabia Saudita. La imposición de una visión religiosa por medio del acoso y el crimen no es justificable desde cualquier ética que fundamente los derechos humanos, la tolerancia civil y religiosa, o el laicismo. Pero los negocios son los negocios. Y en los negocios la ética es secundaria: lo que importa son las ganancias. En una entrevista que le hicieron a Gore Vidal alrededor de la pasada “guerra” contra Irak, el escritor puso en entredicho el conocimiento de Bush acerca de lo que sucedía en Medio Oriente y enfatizó el hecho de que el presidente sólo estaba tendiendo una nube de humo mientras las grandes compañías petroleras planeaban sus estrategias de conquista y explotación material. Vidal dijo en ese entonces acerca de Bush y la guerra: “Alguien que se levanta y suelta este discurso al pueblo norteamericano puede no ser un idiota, pero está convencido de que nosotros lo somos. No lo somos: estamos acobardados por la desinformación de los medios de comunicación, por una visión tendenciosa del mundo y unos impuestos tremendos que financian esta permanente maquinaria bélica.” A nosotros, los simples, los que no somos expertos en finanzas, política foránea, o desconocemos a profundidad la historia milenaria y religiosa de una región del mundo, ¿qué nos queda? Los políticos y expertos que hablan en nuestro nombre no van a poner en la mesa de negociación los secuestros, los crímenes religiosos, las guerras producidas por el narcotráfico, la inseguridad urbana o la pobreza de la población pues ello es un inconveniente para hacer negocios que traerán fortuna y progreso a los miserables. ¿Será esto cierto?

En la introducción que hace a sus relatos el genovés Leon Battista Alberti (1404-1472), aclara que no a todos nos ha sido dado el mismo ingenio y que las preocupaciones de los hombres de distinta educación suelen ser muy diferentes, mas pide comprensión y dice en boca de su personaje: “¿No es entonces un defecto nuestro si, mientras los estudios literarios y el común interés por la virtud nos empujan a estar unidos en un fraternal y sagrado vínculo, en medio de tan grandes dificultades para realizar nuestros proyectos, albergamos tanta insolente soberbia como para creer que nadie más puede aspirar a la verdadera ciencia?” El relato se encuentra en un libro titulado Cuentos del Renacimiento italiano (Gadir; 2012), pero lo traigo a la mesa sólo para acentuar que, por más simples e inexpertos que seamos en tantos asuntos, algunos consideramos la preservación de la vida humana como una constante ética universal, y ninguna religión, negocio o verborrea argumentativa debería poner en duda tal inclinación. ¿Es tal una postura fundamentalista? Sí, y también intuitiva y razonada. Y adoptada por tantos seres humanos simples a quienes los gobernantes consideran idiotas cuando hablan y negocian en su nombre.

Por cierto, en el volumen de cuentos italianos citado (traducción al castellano por Elena Martínez) aparece una historia de Maquiavelo de la que yo ni siquiera tenía noticia. Lleva por título El archidiablo Belfegor, y cuenta la historia de un diablo que es enviado a la vida desde el infierno para averiguar por qué todos los hombres que llegan a quemarse allí se quejan de sus esposas y las culpan de todos sus males. ¿Hay razón en tan popular acusación? Una vez vuelto a la vida, Belfegor se casa y vive en carne propia la experiencia de ser marido. Luego de una serie de aventuras prefiere regresar al infierno que continuar casado con Onesta, su esposa en vida. ¿Qué tiene que ver esta historia con el resto de la columna? Nada, probablemente; pero yo veo a mi alrededor que las esposas son un obstáculo muy grande para la felicidad de sus maridos (ya ellos contarán su experiencia cuando vayan al infierno, si es que éste existe). Aún así yo no les deseo mal —a las bellas esposas— y las respeto más que al mismo diablo. Yo no soy terrorista.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses