Enseñar es la más bella profesión. Primero, es una actividad gratificante y divertida, que da sentido trascendente a la vida; segundo, es una profesión noble y virtuosa que enriquece por igual al maestro y al alumno; tercero, es una labor social que aspira a tender puentes entre generaciones y diluir distancias entre clases sociales.

Una función del maestro es transmitir la cultura a sus alumnos, pero éste es mucho más que un transmisor: es un formador. La más grande satisfacción del educador es formar a sus alumnos en todas las dimensiones de la persona: física, intelectual, moral, estética, emocional.

El objeto de la tarea docente es promover el desarrollo de los alumnos. Éstos llegan a la escuela cuando apenas viven su tierna infancia y son portadores de todas las virtudes de su edad: su alegría, su candor, su vitalidad, su energía, su transparencia, su curiosidad, su generosidad, su simpatía y su anhelo por la vida.

Son seres maravillosos. No hay satisfacción mayor para el maestro que compartir la jornada junto a sus alumnos y, en realidad, ellos constituyen la principal motivación, la principal gratificación, que ofrece la profesión de enseñar.

Los alumnos son una fuente incesante de satisfacciones y el aula es un espacio de constantes sorpresas y regocijos; cada día ocurre en ella algo maravilloso: escenas de ternura, conductas candorosas, rostros alegres, gestos de perplejidad, palabras insólitas, muecas de irritación, diálogos sorprendentes, vacilaciones, dudas y no hay alegría mayor que la que produce el aprender juntos.

El sentido de la profesión de enseñante es claro: se trata de formar a los ciudadanos del futuro. Más allá de los conocimientos, el maestro aspira a formar en cada alumno la libertad, la inteligencia, el pensamiento crítico, el respeto a las normas, la honestidad, la honradez, el sentido de la justicia, la tolerancia, la paz, el espíritu participativo, el compromiso con la comunidad.

El maestro enseña a vivir. Pero enseña a vivir una vida edificante. De lo que se trata es de formar personas dotadas de un claro sentido de vida, hombres generosos, fuertes, seguros de sí mismos y con capacidad para amarse a sí mismo y para amar a los demás.

El aula es, así, laboratorio social: un lugar donde se ejercitan y aprenden los principios y valores que dan sustento y consistencia al tejido social. El maestro es en el aula el representante de la sociedad adulta, el portador de los valores que la sociedad busca inculcar en las nuevas generaciones. El alumno, por su parte, es un ser germinal, un ente en formación que, sin embargo, es portador de la esperanza que todos tenemos en el futuro.

Consejero de la Junta de Gobierno
del INEE

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