Estallan las bombas. Y el horizonte se frunce.

Que es por las telenovelas turcas, dicen. Una muy popular, las mil y una noches, trae a los chilenos y argentinos locos por recorrer la Anatolia y sus rincones. Eso me dicen los locales. A mi no me consta que el origen del turismo sea melodramático. Además, no he visto telenovelas turcas. No he visto muchas telenovelas, de hecho. Pero me gusta la anécdota, el pretexto. Soft power en pleno o cómo una telenovela mueve al viajero y al consumo. (¿Se acuerdan de Destilando Amor y la Ruta del Tequila? Pues más o menos así, pero en turco.)

Estambul es un hervidero de gente. Ahí estamos los que somos, por los motivos más diversos. Amigos locales me cuentan que el turismo europeo ha bajado –es que tienen miedo–, pero que el latinoamericano florece. Vienen muchos mexicanos, me dicen, y nos encanta porque ¡son ricos! Compran y compran. ¡Que vengan más mexicanos! Y sí, me topo con varios y nutridos grupos de compatriotas, recorriendo tierras turcas. Muy festivos, armados con selfie sticks y las manos llenas de bolsas. Parecen estarlo comprando todo. Con razón los aman.

Las calles en Estambul bullen. Hay elecciones próximas. Un candidato con pinta de prefecto de internado, reparte panfletos mientras suena de fondo una especie de reggaetón turco. El mal gusto electoral no es exclusivo de los mexicanos, me queda claro. Pero no importa. El día es espléndido, la ciudad tan mágica como la había querido imaginar.

Entonces estallan las bombas.

El atentado terrorista ocurre en Ankara, a más de 400 km de donde estamos. Sólo que el lenguaje del terror no conoce fronteras. Lo reitera bien Mauricio Meschoulam, convencido de la importancia de la paz en un mundo de conflictos líquidos: el lenguaje del terror lo entendemos todos, no importa tu lengua de origen. El lenguaje del terror es, paradoja de la vida, ese esperanto, ese sistema de comunicación universal que nos llega a cada uno. Cuando la bomba estalla, sentimos miedo. Y el miedo es un golpe seco en el estómago. No importa el idioma que hables.

De pronto el sol se ve estúpidamente brillante, los turistas se miran estúpidamente ridículos, el taxi se escucha estúpidamente ruidoso. El miedo desnuda. La artificialidad de nuestra cotidianeidad no resiste un escrutinio tan sobreexpuesto. Escucho otra vez esas advertencias previas al viaje (para qué vas a Turquía, mira lo que pasó en Egipto, te gusta el turismo de alto riesgo) y me repito mi contraofensiva (lo mismo dicen de México y aquí estamos, no iré a la zona de conflicto, estaré con locales). Sólo que las bombas estallaron en la capital del país, en un sábado soleado y en el corazón de una manifestación por la paz. Bombas y paz. Les digo, el miedo es un golpe seco.

Los seres humanos somos resistentes. De inmediato todos comienzan a recoger las piezas de la incertidumbre y a tratar de que la vida siga su curso. Venga, vamos a tomar algo. Mira qué día tan espléndido, el sol sigue asomado. Me reúno con unos amigos, periodistas. Vino en mano, mirada sombría. Esto es un golpe durísimo para Turquía y para el mundo, reconocemos. No entiendo nada de lo que dicen, pero los analistas que aparecen en la pantalla de TV gritan y manotean. También tienen miedo. Qué bueno que viniste ahora, me comentan los amigos, porque esto espantará a los viajeros. Sí, les digo, nos pasó en México. Y revertir la narrativa de la violencia es tarea titánica.

Mientras esto escribo ya estoy lejos de tierras turcas. Cuando me fui, el mundo parecía otra vez normal: los turistas mexicanos comprando, los argentinos preguntando por las mil y una noches. Pero el terror no se va, ahí queda como polvo persistente. Porque el miedo es un golpe seco y el moretón sólo termina desdibujándose. Nunca desaparece.

Comunicadora y académica

Gabriela.Warkentin@gmail.com

@Warkentin

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