La ONU calcula que hay 244 millones de personas migrantes en el mundo. A ellos hay que agregarles los desplazados de manera forzosa dentro de sus países, los refugiados y la vulnerabilidad especial que sufren los niños, niñas y adolescentes migrantes.
Las migraciones se han convertido en uno de los retos más importantes que enfrentará la humanidad durante este siglo. La incapacidad de hacer frente a ellas puede desarticular proyectos de integración regionales, como lo vimos con el Brexit, descomponer relaciones bilaterales, como lo estamos viendo con Trump, y dinamitar historias de cooperación e interés común, como lo vemos en nuestra región y en el Medio Oriente.
En los países que conforman el “Triángulo del Norte” en Centroamérica, los niveles de violencia son más elevados que los que sufren países en guerra. De acuerdo a datos del Global Peace Index 2015, Honduras reportó 90.4 homicidios por cada 100 mil habitantes, El Salvador 41.2 y Guatemala 39.9. En comparación, Irak y Afganistán con 15 y Sudán del Sur 13.9, todos ellos protagonizando una guerra civil desde hace varios años. Cifras menos conservadoras reportan hasta 103 en El Salvador y 57 en Honduras (Inside Crime 2015). Además, una aguda sequía en el “Triángulo del Norte” ha desplazado a más de 120 mil familias guatemaltecas y aproximadamente a 76 mil hondureñas.
En los últimos 5 años, la respuesta de México y Estados Unidos a esta crisis migratoria ha sido deportar a 800 mil migrantes a sus países en Centroamérica, entre los que se encuentran 40 mil niñas, niños y adolescentes, condenándolos a sufrir nuevamente el dolor que los hizo migrar.
El Partido Republicano y Donald Trump han incorporado en su plataforma de campaña la construcción de un muro en la frontera con México. El discurso antiinmigrante y xenófobo seguirá presente en la campaña. Quienes defienden esta postura no conocen la frontera ni la dinámica que la caracteriza, con más de 1 millón de personas cruzando todos los días. Tampoco les importa el impacto comercial y desde luego, el político… mucho menos las consecuencias humanitarias.
Sin embargo, a pesar de que en nuestra frontera sur con Guatemala y Belice nadie piensa en un muro, la realidad es que hemos construido un muro virtual: en 2015, México deportó a más personas que Estados Unidos, y con peores violaciones de derechos humanos e inseguridad que nuestro vecino del norte, causadas no sólo por la delincuencia organizada, extorsiones, secuestros, trata de personas con fines de explotación sexual y laboral, sino también por las condiciones inhumanas y de hacinamiento que viven las estaciones migratorias.
Encontramos historias desgarradoras, como la de Manuel Antonio, migrante salvadoreño detenido en la estación migratoria Siglo XXI de Tapachula, Chiapas, quien ante el estado de miedo y desesperación que le produjo la inminente deportación a su país, prefirió subir a la punta de un tablero de básquetbol, lanzarse al suelo y perder la vida. En esa misa estación, tenemos el caso de Antonio López Hernández, otro salvadoreño, quien recientemente se colgó dentro de una celda de aislamiento ante el temor de ser deportado a su país.
Como sociedad, tenemos que hacer algo al respecto. Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, únicamente tres de cada diez personas creen que en nuestro país no se respetan los derechos de las personas migrantes centroamericanas.
Aunque ningún funcionario público lo acepte, hoy tenemos una política migratoria coordinada con Estados Unidos que nos ha convertido en un país modelo de esquizofrenia: lo que reprobamos hacia el norte lo replicamos contra el sur. México ha construido muros sin paredes ni drones, pero con policías, redadas, maltrato, detenciones y deportaciones.
México no puede ser para Centroamérica lo mismo que los Estados Unidos de Trump quieren ser para nuestro país: México debe ser un país sensible con las crisis de desplazamiento forzado que azotan a nuestros vecinos del sur; un país cuya política migratoria se centre en el estudio y evaluación de cada caso personal, ponderando en todo momento el respeto a los derechos humanos y la solidaridad humanitaria, y no la lógica despiadada y muy eficaz de la persecución al migrante indocumentado.
Senadora por el PAN