Quiero comenzar este texto, queridos lectores, asentando algo que a mí me parece evidente: todo acto de agresión de género, toda apología de la violencia, toda trivialización del abuso sexual, de la sumisión de otros, de la discriminación, me parece reprobable, execrable.

Me parece igualmente evidente, aunque sé que en esto muchos no estarán de acuerdo, que uno de los bienes más preciados de un país democrático, de una sociedad liberal, es precisamente el de la libertad de expresión. Incluso el más vil y despreciable de los discursos, la más descreditada de las ideas, debe poderse expresar libremente sin miedo a represalias.

Ambos principios se contraponen, me dirán muchos, y tal vez tengan razón, pero yo no lo veo así. Me ha tocado la fortuna de vivir en muchos países con distintos niveles de libertades y democracia, y he vivido el suficiente tiempo en México como para poder observar que en nada se parece nuestro país hoy al de hace 10, 20 o 30 años en lo que a libertades sociales e individuales respecta, desde la férrea dictadura de la mal llamada República Democrática Alemana hasta los inicios de la apertura o glásnost de la entonces Unión Soviética, desde los furibundos debates parlamentarios de Israel hasta la normalidad plena de libertades y derechos en Canadá. Al final no importan las ideologías, lo que verdaderamente nos separa es el grado de convicción que tenemos por la libertad propia y ajena.

Es muy trillada la cita que se le atribuye a Voltaire, pero es adecuada: “Podré estar en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”; no es solamente una expresión de tolerancia, sino un compromiso con la libertad. Es muy fácil promover la libertad de expresión y la pluralidad cuando nos referimos a conceptos con los que estamos de acuerdo; mucho más difícil cuando estamos defendiendo la promoción de ideas que nos son ajenas o aberrantes.

En México se ha intentado limitar, prohibir o criminalizar los narcocorridos, la apología del delito o de la violencia hacia las mujeres. Más recientemente, la que yo suponía la casa mayor de las libertades, de la confrontación abierta de las ideas, la Universidad Nacional Autónoma de México, ha recurrido al cese fulminante de funcionarios o comentaristas que provocaron indignación o escándalo con sus palabras.

Nicolás Alvarado y Marcelino Perelló son dos personajes MUY distintos que expresaron conceptos radicalmente alejados entre sí: el primero aludió con sarcasmo, sorna tal vez, al recién fallecido Juan Gabriel, un ícono pop, y eso le costó su cargo. Perelló emprendió verbalmente lo que solo puedo calificar como una serie de barbajanadas, estupideces, ofensivas para hombres y mujeres, lo que le costó la cancelación fulminante de su programa de radio.

Incomparables los casos y las personas, trivialidad la de uno de ellos y salvajada, estupidez la del otro, encontraron la misma respuesta. Y yo me pregunto si no se excede la Universidad Nacional al ejercer de censor, de guardián de las buenas costumbres y de las expresiones correctas y propias.

Ni de broma defiendo a Perelló por lo que dijo, pero me parece que una vez que se lanza uno por la peligrosa pendiente de la corrección política, se puede encontrar con que los límites son cada vez mayores, que los márgenes son más y más estrechos.

En algunas universidades estadounidenses se ha prohibido la participación de ciertos oradores porque sus ideas ofenden a una parte de la comunidad universitaria. Son espacios predominantemente liberales que optan por expulsar a expositores notoriamente conservadores. El chiste se cuenta solo, pero no es gracioso.

A veces hay que tolerar incluso al más ofensivo de los discursos, para que tengan igualmente cabida las más radicales y atrevidas ideas. De eso se trata la libertad y, ultimadamente, la democracia.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
www. gabrielguerracastellanos.com

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