El historial del olimpismo mexicano se puede resumir en unas pocas palabras: gestas heroicas, fracasos épicos, ya meritos, abnegación y sacrificios fútiles.

Los atletas son siempre a quienes les toca el mayor esfuerzo físico y mental, y también a quienes les toca dar la cara. Son ellos los que salen a explicar sus resultados, a festejar (a veces), a lamentarse o, con frecuencia, a darnos el contexto necesario para entender por qué aun la ausencia de medallas no es necesariamente un fracaso.

Quien alguna vez haya practicado un deporte de manera competitiva puede —o debe— entender el esfuerzo y sacrificio que implica poder calificar a unos Juegos Olímpicos. Años de dedicación, de disciplina, de privaciones que no solamente tienen que ver con lo material, con lo económico. Y hoy, que muchos deportistas de sillón que no han corrido 42 kilómetros en su vida se ponen a criticarlos, me siento obligado a salir en su defensa.

Yo, por accidentes de la vida, he tenido la oportunidad de conocer y tratar a varios deportistas olímpicos. En una etapa muy temprana de mi trayectoria profesional trabajé, en posiciones muy modestas (y no siempre remuneradas) en los ya extintos Instituto Nacional del Deporte, el Centro Deportivo Olímpico Mexicano y en el CREA, Consejo de Recursos para la Atención de la Juventud. A riesgo de que parezca anécdota de abuelito, me tocó sentarme con leyendas como Daniel Bautista, Ernesto Canto y Raúl González, iconos de una de las mejores épocas de la marcha mexicana.

Los críticos de sillón y de escritorio piensan, o creen, que algunos deportistas van de paseo. Muchos suponen que los Juegos Olímpicos son como una agencia de viajes, a la que un deportista llega, reserva un viaje y con eso califica a la justa deportiva más importante del mundo. Que entrenar todos los días, renunciar a amistades, vida social, empleo, educación, oportunidades profesionales, es sólo un capricho, un gustito que se dan para viajar y recorrer el mundo.

No veo el mismo nivel de indignación con los directivos de las Federaciones o con el presidente del Comité Olímpico Mexicano. Al director general de la Conade sí, porque se puso de pechito, confrontandose públicamente con múltiples federaciones mexicanas e internacionales, viajando ostensiblemente con su pareja a Río de Janeiro, dando una serie de explicaciones o justificaciones huecas que solo han agravado la frustración de la sociedad, de la opinión pública y, tal vez en primerísimo lugar, de los atletas mexicanos.

No todo es culpa de Castillo, pero tampoco es válida su retahila de excusas retadoras, su confrontación estéril, su estrategia de choque, su fallida manera de tratar de resolver la añeja problemática del deporte mexicano. Pero por lo menos no se esconde, como sí lo hacen quienes reciben dineros públicos sin rendir cuentas a nadie, mandan a atletas sin uniformes, sin viáticos, no les dan oportunidades adecuadas para entrenar, prepararse, contar con el equipamiento mínimo indispensable. Esos están escondidos, tan opacos como siempre, lucrando con el dinero que usted y yo, querido lector, pagamos en impuestos.

Los atletas ponen lo mejor de sí. No conozco a uno, no puedo imaginar a uno, que vaya pensando en perder, en tener un mal desempeño. ¿Todos van por medalla? No, por supuesto que no. Los juegos olímpicos son una escala obligada para la superación personal y deportiva, y el mero hecho de llegar ahí, de clasificar, implica un logro enorme, admirable, envidiable.

Hace unas horas veía yo la competencia que mejor ejemplifica el sacrificio y el espíritu olímpico: el maratón, en este caso el femenino. Cuando la atleta de casa, la brasileña, llegó en el lugar 69, el público le brindó una ovación, reconociendo su esfuerzo.

Un poco, un mucho, de eso nos hace falta a los que vemos los proverbiales toros desde la barrera.

Analista político y comunicador
@gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellano
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