Tres trágicos incidentes en lugares tan distintos y distantes entre sí, como Baton Rouge, Saint Paul y Dallas, han puesto en evidencia lo frágil del tejido social estadounidense. Dos factores los hilvanan: el derecho a portar armas y la siempre complicada y tensa relación entre las policías y la comunidad afroamericana.

En Baton Rouge, en la sureña Luisiana, un vendedor ambulante fue reportado por presuntamente amenazar a alguien con un arma. Ningún testigo lo vio, ni el video tomado por un transeúnte lo muestra armado. No obstante, al llegar la policía y revisarlo, uno de los agentes grita que el sospechoso tiene una pistola, y acto seguido le disparan —y matan— al hombre tendido en el piso.

Muy al norte, en Saint Paul, Minnesota, un conductor es detenido por una patrulla por una infracción menor de tránsito. La acompañante del hombre, sospechando un posible acoso policiaco, decide filmar y narrar los sucesos para subirlos a Facebook. De repente, el conductor, quien ya advirtió al policía que está armado y que cuenta con un permiso para portar armas, es baleado al momento de tratar de mostrar su licencia. Muere en el asiento del vehículo mientras ella sigue filmando.

Los videos de ambos casos, fácilmente disponibles en redes sociales, son impactantes, estrujantes. No tan sorprendente, pues por desgracia es común, es que en los dos casos los fallecidos son negros, los policías que les disparan son blancos.

La ola de protestas se extiende rápidamente más allá de ambas ciudades, por la omnipresencia de las redes y porque encajan los dos episodios con lo que la comunidad afroamericana percibe, no sin razón, como un patrón de conducta de los cuerpos policiacos. Los conductores negros son detenidos con mucha mayor frecuencia sin causa aparente. Muchos ya refieren, con sarcasmo, que su infracción fue “driving while black” (conducir siendo negro). Más grave es que ante situaciones comparables, la probabilidad de que un policía use fuerza mortal contra un sospechoso negro es mucho mayor que si se trata de uno blanco.

Y luego Dallas. Un veterano de guerra negro, pertrechado para el combate, abre fuego deliberadamente, con alevosía y ventaja, contra uniformados que custodiaban una marcha pacífica de protesta, precisamente por la muerte de los dos afroamericanos a los que me refiero al inicio de este texto. Asesinato simple y llano, terrorismo, desequilibrio mental, lo cierto es que el ex soldado se dijo indignado por las muertes de otros negros y expresó su deseo de “matar a muchos blancos, de preferencia a policías blancos”. Ningún vínculo con extremistas religiosos, sólo simpatía y afinidad con diversas agrupaciones, algunas legítimas y otras violentas o radicales, en defensa de los derechos de la comunidad negra en EU.

Tanto Texas como Luisiana son estados en los que se permite portar armas, incluso largas, abiertamente, a la vista. El conductor en Minnesota contaba con un permiso válido de portación. Todo indica que el asesino de Dallas compró su arsenal legalmente. Y la National Rifle Association, poderosísima agrupación que promueve y defiende el derecho a la compra, venta y portación de armas casi irrestrictas, hizo mutis ante el caso de un individuo que, en ejercicio de esos derechos, fue abatido por la policía. Claro, era negro y el policía blanco. Y eso se le complica e indigesta a la NRA, que tiene una clientela predominantemente blanca.

La esclavitud se abolió oficialmente en EU hace 151 años. Los derechos civiles de los negros, incluido el de votar, tuvieron que ser reafirmados hace 51, en 1964, en un acto casi heroico del presidente Lyndon Johnson, quien enfrentó feroz resistencia.

Y hoy, en pleno siglo XXI, una madre de familia blanca y una negra tienen que tener conversaciones muy distintas con sus hijos acerca de cómo vestirse, de cómo comportarse en público, de cómo interactuar con las autoridades. A los chicos negros les va literalmente la vida en ello.

Algo está muy, muy mal.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac
gabrielguerracastellanos.com
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