Curiosa cosa esta de las elecciones. Durante décadas, la inmensa mayoría de los latinoamericanos nos lamentábamos por la falta de oportunidades para elegir libremente a nuestros gobernantes. Eran los tiempos de las dictaduras militares, de los partidos únicos o dominantes, de las alternancias pactadas. Con muy pocas y ciertamente muy
honrosas excepciones, del Río Bravo para abajo la democracia simple y sencillamente no se daba, no florecía.

Los procesos de transición fueron lentos, sangrientos, cruentos, contradictorios. En algunos países fue necesaria la revolución armada, en otros la resistencia cotidiana o el clandestinaje. En todos se requirió de perseverancia, de esfuerzo, de heroísmo colectivo e individual. Mucha sangre se derramó en el camino, muchos sucumbieron en las cárceles, en el exilio, en el destierro.

Algunos debieron optar por arreglos que hoy nos parecen vergonzantes, pero que en esos momentos representaban la única manera de que los militares salieran de los palacios presidenciales y volvieran a los cuarteles. Pienso en Argentina y Chile, por ejemplo, donde fue necesario otorgarles amnistías ofensivas en otros lugares, los modelos de alternancias casi pactadas fueron sucumbiendo ante debilidades inherentes, ante su falta de representatividad y, por ende, de legitimidad. Otros, como México, invirtieron cantidades verdaderamente estratosféricas de dinero de los contribuyentes para construir sistemas de identificación y de votación que superaran el cinismo y la incredulidad inherentes, y justificados, de la ciudadanía. Cada quien encontró su ruta y modelo hacia su propia versión de la democracia electoral: algunos lo lograron, otros se empantanaron, otros más se arrepintieron en el camino. Y algunos, como Cuba, de plano ni siquiera hicieron la finta democrática.

Hoy podemos afirmar que, a diferencia de antes, la democracia ya ha sentado sus reales en América Latina y el Caribe, y que son más bien horrorosas las excepciones. Persisten, por supuesto, problemas y obstáculos sistémicos al pleno ejercicio de las libertades políticas, incluida la de votar, pero eso sucede en mayor o menor medida en casi todos los países que se dicen democráticos. Con la excepción de algunos europeos, especialmente los del norte y oeste del viejo continente, son pocas las naciones que realmente pueden presumir sus sistemas político-electorales.

Todos estos esfuerzos, recursos y vidas humanas sirvieron para remodelar nuestro espacio en el mundo y para volvernos mejores sociedades, mejores ciudadanos. O al menos eso dice la teoría. En el fondo, tristemente, los latinoamericanos valoramos cada vez menos el sistema que tanto costó construir.

Ese menosprecio se refleja en la cada vez más baja participación electoral, en los cínicos cuestionamientos y/o acusaciones de presuntos fraudes, que ya son tan comunes como los clavados y gritos de nuestros futbolistas. La finta y el engaño al árbitro por encima del fair-play han terminado por desgastar el modelo, por cansar al ciudadano, por alentar al tramposo. Y los partidos y gobernantes, con sus conductas frívolas, su corrupción y desparpajo, se han dedicado aún más a darle la razón a los escépticos.

Ya no apreciamos lo que durante décadas añoramos. Y no nos damos cuenta de que la alternativa es el regreso a la dictadura evidente o a la que se disfraza de populismo.

Quien no cuida lo que tiene, termina perdiéndolo.

Analista político y comunicador

@gabrielguerrac

Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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