Como algunos de mis lectores saben, de niño tuve la oportunidad de vivir en Israel. Si bien era yo un preadolescente, los años que pasé ahí me marcaron profundamente, y creo que para bien. En una época en la que la democracia en México era más anhelo que realidad, la vibrante actividad partidista y parlamentaria israelí era muestra de que la libertad política y electoral era una sólida y valiosa alternativa al sistema de partido casi único que vivía México.

La pluralidad no sólo era política, sino que aplicaba también a las ideas y las religiones. Mis recuerdos son de una sociedad tolerante, abierta, generosa, que en medio de la adversidad y rodeada de enemigos reales había construido un oasis democrático en una región de monarquías y dictaduras. Las contradicciones y las paradojas estaban, por supuesto, presentes. A la victoria relampagueante de la llamada Guerra de los Seis Días de 1967 siguió la sorpresa del ataque coordinado árabe de la Guerra del Yom Kippur en 1973: si bien al final Israel logró imponerse en el campo de batalla, tuvo que hacer concesiones para negociar la paz que cambiaron radicalmente la correlación de fuerzas en Medio Oriente y condujeron eventualmente a diálogos de paz diferenciados con sus vecinos. Dio inicio, también, un proceso complejo y doloroso de introspección para los israelíes, que implicaba revisar sus relaciones no sólo con sus vecinos sino, más importante y complicado aún, con la población palestina residente en los territorios ocupados y en Israel propiamente dicho.

Casi medio siglo después de haber conquistado los territorios que hoy comprenden la franja de Gaza, Cisjordania y las Alturas del Golán (y el desierto del Sinaí, regresado a dominio egipcio tras los acuerdos que pusieron fin a la guerra entre ambas naciones) Israel se encuentra atrapado en un callejón sin aparente salida: la lógica imperante desde su creación como Estado es que la ampliación y la conquista territorial es indispensable para su seguridad, para su supervivencia. Basta ver un mapa del Israel recién nacido, en 1948, para entenderlo: estrangularlo y dividirlo era aparentemente sencillo, y sus vecinos árabes lo intentaron una y otra vez, con la intención explícita de “arrojarlos al mar”, frase que se convirtió primero en consigna, después en política y hoy un funesto recordatorio del odio y desconfianza que todavía impregnan la relación entre palestinos e Israel hoy en día.

Para un pueblo que acababa de pasar por la terrible experiencia del Holocausto, culminación macabra de siglos de antisemitismo europeo, el hostil recibimiento árabe y palestino fue un llamado a las armas, a dar la batalla por la recién nacida patria de los judíos. Ningún pueblo en sus cinco sentidos podía permitir una repetición de los abusos y barbaridades cometidos en su contra. Y fue así como, forzado por su historia, Israel decidió armarse, fortalecerse, defenderse a toda costa y a todo costo.

Lo logró tan bien que su fortaleza terminó convirtiéndose en su enemigo. El David bíblico, el débil enfrentado a las fuerzas poderosas en su contra, terminó teniendo uno de los ejércitos más formidables del mundo, con entrenamiento, tecnología y armamento que cualquiera les envidiaría, pero que a la vez que lo han defendido contra todo lo han convertido en el hombre fuerte de la región. La ecuación, y por lo tanto la narrativa histórica, se han transformado.

Este es el primero de varios artículos en los que me ocuparé de un tema complejo, cuya historia es, también, la de la cultura occidental, la del mundo en que vivimos. Sé que al abordar estos temas pisa uno muchos callos. Procuraré hacerlo con delicadeza, pero sin evadir mi propósito, que es explicarle a mis lectores el contexto en que se da la tragedia actual que vive el Medio Oriente.

Analista político y comunicador

Twitter: @gabrielguerrac

www. gabrielguerracastellanos.com

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