Septiembre, mes de la patria. Así nos enseñaron desde chiquitos. Los Niños Héroes y su gesto heroico. El llamado de Miguel Hidalgo. La culminación de la guerra de Independencia. El 13, el 15, el 21. Y por supuesto el desfile del 16. El informe del presidente de la República, el 1 de septiembre, le permitía arrancar lo que se consideraba “el mes del presidente”, ya que en el pasado no sólo encabezaba todas las celebraciones patrias, sino que la así llamada clase política del partido en el poder se retraía para lucimiento del jefe del Ejecutivo.

Necia como acostumbra ser, la realidad comenzó a entrometerse en los festejos septembrinos, empañando el espejo maravilloso en que los hasta entonces omnipresentes y omnipotentes mandatarios se contemplaban. En 1968, las manifestaciones estudiantiles fueron creciendo en fuerza y número, mientras que el régimen de Diaz Ordaz no lograba comprender su alcance, su significado. El 7 y el 13 de septiembre tienen lugar dos grandes manifestaciones, la de las Antorchas y la Marcha del Silencio, respectivamente. El 18 de septiembre el Ejército mexicano irrumpe en y ocupa la Ciudad Universitaria, violando su autonomía. Y el 23 del mismo mes renuncia a la rectoría de la UNAM don Javier Barros Sierra, cuya voz mesurada e inteligente fue ignorada y vilipendiada por Diaz Ordáz y sus esbirros. Todos sabemos lo que sucedió después, que todavía nos pesa en la conciencia.

En 1985 fue la naturaleza la que irrumpió en el mes de la patria. El terremoto del 19 de septiembre arrasó partes enteras de la ciudad de México, además de muchas pequeñas comunidades en el resto del país. Incontables los muertos, cuya cifra final no ha podido ser determinada con claridad, con credibilidad. La reacción del gobierno fue, en un principio, de estupor, de pasmo. Fueron funcionarios menores, servidores públicos de la policía, bomberos, servicios urbanos y de salud, soldados, ciudadanos comunes y corrientes, organizaciones civiles, los que salieron a las calles a remover escombros, rescatar vidas, sepultar cadáveres, repartir ayuda. Fue el despertar de la sociedad civil mexicana, fue el ocaso del presidencialismo todopoderoso, fue la sentencia de muerte para el PRI en el Distrito Federal. Fue todo menos lo que el presidente y el gobierno deseaban en su mes.

Hace ya casi un año, nuevamente un invitado inesperado y macabro: el secuestro y la muy probable masacre de 43 estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero, marcó, como pocos actos, de violencia al gobierno y a la sociedad mexicanos. Más allá de las (in)conclusiones de los muchos expertos que han participado en las investigaciones, todos podemos estar de acuerdo en que se trató de un crimen aberrante, bárbaro. Más allá de los oportunistas que han tratado y tratan de sacar raja política de esta tragedia, todos podemos, debemos, coincidir en que este horrendo hecho demuestra la forma en que el narco ha infiltrado a todos los sectores de la política y la sociedad, en que las policías y demás instituciones de seguridad son cómplices o testigos mudos, impotentes, de la violencia criminal.

Es este un país diferente después de Iguala/Ayotzinapa. Por la tragedia, por las muchas complicidades, por las condenas y los silencios selectivos, por la hipocresía, por las ciertamente pocas pero aún así vergonzosas voces que afirman que los normalistas “se lo buscaron”, por la manifiesta incapacidad del Estado mexicano para defender a sus habitantes, porque todo esto no es resultado de un gobierno, sino de un sistema y una sociedad que viven en la autocomplacencia, en la connivencia.

Septiembre, nos dicen, es el mes de El Grito. De muchos gritos, que nos deberían retumbar en la mente, en la conciencia, a ver si así logramos transformar a nuestro país.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses