Mientras que Francia llora a sus muertos y Bélgica se paraliza ante el temor, la sospecha fundada de un inminente ataque, los extremistas hacen de las suyas en Nigeria, en Mali y en otros rincones del mundo. Los dos primeros acaparan titulares y espacios noticiosos, generan oleadas de solidaridad en redes sociales, y hacen que millones de cibernautas se declaren franceses o amantes de París. Loable respaldo que tristemente es selectivo: nadie que yo conozca se ocupa de rezar por los nigerianos, nadie sabe qué colores adornan la bandera de Mali. Y por los pasajeros del avión ruso derribado por una bomba de los fanáticos tampoco vemos gran duelo en ese tan revelador microcosmos del mundo digital.
Yo no soy de los que se enredan en la bandera del nacionalismo indignado para decir que como en México también hay muertos y desaparecidos por la violencia criminal no podemos condolernos por las víctimas de París. Y mucho menos de los que afirman, sin voltear a ver de reojo su propio árbol genealógico, que no podemos aceptar refugiados porque en nuestro propio país hay carencias. No. Pero me llama la atención lo selectivos que son muchos en sus expresiones de humanidad, y no puedo dejar de pensar que hay un dejo de esnobismo en quien #RezaPorParís pero no #RezaPorBamako, ni por Aleppo, o Gaza, o Tel Aviv. Si la violencia terrorista sólo nos indigna de acuerdo al lugar en que se dio, algo está muy mal con nuestros principios, con nuestros valores.
No se trata sólo de las redes sociales. Veo con preocupación el creciente maniqueísmo que si buen suele ser común tras atentados tan llamativos, se incrementa ahora por el descarado uso y abuso de políticos demagogos y de presuntos expertos que sólo buscan el encabezado amarillista. Y veo el feo rostro de la discriminación, del racismo, de la ignorancia y sobre todo del miedo malo, ese miedo que se traduce en rechazo y maltrato a quienes son distintos, a quienes se ven, se oyen, se visten, aman, creen, rezan diferente.
Ese miedo malo de los seguidores del xenófobo Frente Nacional de Francia es el mismo de los partidarios del racista e ignorante Donald Trump con sus llamados a crear un “registro nacional” de musulmanes en EU, o de quienes sugieren sólo recibir a refugiados cristianos, o de los que se desgañitan porque el presidente Obama propone recibir a diez mil migrantes sirios. Diez mil, que no son ni una gota en el océano de refugiados, y que difícilmente son terroristas encubiertos. Porque, eso sí, el valor que tiene un padre o una madre de familia para escapar, cruzando el océano, el desierto, las montañas, con sus hijos en brazos, pasar hambres, abusos, malos tratos, dormir cuando se puede a la intemperie para llegar a los campos de refugiados, ese valor no lo tiene un integrante de Estado Islámico. Esos cobardes asesinos de niños y mujeres sólo se creen valientes frente a los más débiles, y no tienen ni el coraje ni la dignidad de los millones de desplazados que van dejando a su paso.
Los extremistas de Estado Islámico, de Al Qaeda, de Boko Haram, se han adueñado de la agenda mediática, política y diplomática de Occidente. El fanatismo y primitivismo religioso, sumado a un muy eficaz aparato de propaganda, los vuelve omnipresentes, les facilita la tarea perversa de aterrorizar a la población civil y así presionar a sus representantes o gobernantes.
Ante ello, la respuesta parece de libro de texto fallido: más bombardeos, más ataques con drones, más alianzas con gobiernos retrógradas y represores como el de Arabia Saudita, que tiene una versión de la ley islámica apenas y un poco más moderada que la de EI. Y, de paso, ataques a la privacidad, a las libertades sociales e individuales, a la tolerancia y la pluralidad religiosa, política, de expresión.
Los unos le hacen el juego a los otros. Y los perdedores son los hombres y mujeres de bien. Ese, mis queridos lectores, es el verdadero triunfo del mal.
Analista político y comunicador
Twitter: @gabrielguerrac
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